sábado, 23 de noviembre de 2024

EL SICARIO DEL SACROMONTE

El último libro de Jaime Molina García comienza con uno de los poemas de Borges de su Elogio de la sombra: Fragmentos de un evangelio apócrifo, restos implacables, momentos de la vida del hombre que permanecen para siempre aunque nos reconforten durante un instante. Así hemos de tomar la vida, como ocasiones felices que, pese a ser conscientes de que no durarán para siempre, mejor tratarlas como si fueran a ser eternas. Este poema no habla de justicia, la novela de Molina García tampoco; sí de piedad. No hay solidaridad, sí populismo. No podemos escapar al determinismo pero necesitamos creer que somos libres para seguir viviendo.

La estructura de El sicario del Sacromonte es bastante original; está dividida en siete capítulos, titulados para dar una pista al lector sobre su contenido; igualmente, en letra distinta a la de la historia, todos abren con algo ajeno a la trama que, sin embargo, va a coincidir en algún punto del episodio. Así, en el Capítulo 1, Bautizo de sangre, un narrador externo describe cómo un ponente abre el ciclo de charlas «¿Cuándo matar al padre?».

La respuesta a esas conferencias está en la trama de la propia novela que comienza in medias res aportando un dato fundamental para conocer al protagonista: Lucas ha pisado fondo y será capaz de todo. A través de digresiones, recuerdos y analepsis, en el primer capítulo conoceremos a los personajes relevantes de la historia: Lucas, camarero; su jefe Ramón; el patriarca gitano, Jaime; su hija Estrella; Juan, mano derecha de Jaime y enamorado de Estrella; Augusto, padre de Lucas y Matías, un drogadicto capaz de amenazar a los gitanos por no cubrir su necesidad de estupefacientes.

Las condiciones de cada uno quedan expuestas. El ambiente también y nada es favorable para ninguno de ellos. Todos viven en la cuerda floja, es cierto que no con el mismo poder, pero la actitud machista de unos, la falta de libertad de otros, el miedo de todos, envuelve los diferentes ambientes: Granada, Madrid, la cárcel, un bar en el extrarradio o una casa en donde se sufren maltratos. A Lucas la vida lo ha tratado mal desde siempre y a pesar de todo quiere salir de su propio agujero.

Él y Estrella se atraen en cuanto se conocen, algo que Juan no está dispuesto a consentir. Tampoco Jaime. La unión entre payos y gitanos no está tolerada; no están dispuestos a que se resienta el clan.

El autor deja como trasfondo de la novela las dificultades para pertenecer a un grupo en donde no te has educado. Los intereses son diferentes, las tradiciones también y no se pueden adoptar, hay que empaparse de ellos a lo largo de generaciones. Podemos servirnos de quienes viven con distintas costumbres, pero nunca aceptarlos como parte de nosotros; podemos firmar pactos, ofrecer asistencia mutua y unirnos para llevar a cabo algo concreto, pero será efímero. No hay ayudas eternas, tampoco gratuitas, actuamos de manera egoísta, «Los secuaces subieron a Matías al asiento de atrás […] al tiempo que lanzaba desesperados gritos de auxilio ante todos los vecinos, que asistían perplejos a esta escena».

Los actos humanos, incluso el pensamiento, son predecibles desde que comenzamos nuestra andadura. Todo tiene una causa y unas consecuencias por lo que el pasado y el futuro están conectados. No existe el azar. No hay posibilidades de tener un golpe de suerte porque somos el producto de unos genes y los condicionantes emocionales y educacionales. Las acciones de Lucas, inconcebibles e inaceptables, son previsibles cuando conocemos sus orígenes, incluso empatizamos con él y aprobamos lo que lleva a cabo «Hay gente que cree que ese sicario del Sacromonte está limpiando el barrio, entre comillas […] En la policía estamos para tratar de erradicar la delincuencia, pero no de esa forma».

El segundo capítulo se abre con una reflexión demoledora: la vida no tiene sentido desde el momento en que no lleva un orden auténtico: «Resulta complicado no perderse en la trama existencial porque no existe trama alguna». El cerco va cerrándose alrededor de Lucas: su padre, los rumanos que se han añadido a sus problemas con el clan gitano, del que cree que puede llegar a formar parte, y la sensación de abandono que, desde niño lo amedrenta.

¿Dónde está la integridad del ser humano? El narrador cede la palabra al propio autor al comienzo del capítulo tres para que nos traslade, como en una letanía sacada del ubi sunt, todos los horrores de los que somos capaces, pero a diferencia del tópico medieval, no nos salvaremos a través de la muerte sino del amor: «Qué hacían aquellas sencillas gentes cuando no apaleaban a negros o a gitanos o a rumanos […] Qué hacían cuando no iban a las guerras […] Qué hacían cuando los hombres no acuchillaban a las mujeres […] Qué hacían cuando no conducían en dirección contraria […] Qué hacían cuando no enarbolaban banderas o razas […] Se enamoraban, se enamoraban sencilla y torpemente». A pesar de las extorsiones que Lucas realiza, Estrella será para él como una luz y ahí queda la reflexión: el amor y la necesidad o la venganza no pueden conectar, las represalias formarán una rueda de la que será difícil escapar.

La voz que abre el capítulo cinco transforma, con la segunda persona, al lector en el personaje principal. Nos hace partícipes de la historia, para que seamos capaces de identificarnos con Lucas; nosotros, que también hemos cometido errores, ¿qué haríamos si estuviésemos en sus circunstancias? La conciencia del protagonista pasa a ser nuestra propia moral, de manera que somos capaces de mentirnos hasta eliminar la culpa cuando no sabemos salir del pozo, «Cada gota parecía reflejar su dolor interno. Eran lágrimas invisibles que se unían a su pena. La tristeza era abrumadora […] amenazaba con engullirlo por completo».

El capítulo seis, también en segunda persona, alude con el Quid pro quo a la destrucción que deberemos afrontar cuando nuestra principal actividad consiste en abatir a los demás. En realidad sabemos que será una autodestrucción.

El capítulo siete, el último de la novela, retoma la reflexión en tercera persona y comienza con un oxímoron. Una oración paradójica que contesta a la pregunta de las charlas del principio para que el argumento finalice cargado de desesperanza:

«Hablemos largo y tendido sobre la redención: no existe».

Y habremos de leerlo para ver si Jaime Molina decide llevar a cabo la conclusión o decide que el protagonista puede liberarse de su angustia.

El argumento de El sicario del Sacromonte es interesante y opresivo.

El estilo de Molina García es ameno, al lenguaje coloquial le une numerosos términos calés para acercarnos a la tradición gitana. Tanto esas palabras como las locuciones latinas, que Jaime usa a modo de sentencia, están traducidas, por lo que no reviste dificultad lectora. Jaime, el patriarca, actúa como un juez, sus expresiones en latín remarcan la importancia de su pensamiento y sus actos; frases cargadas de antigüedad, como la cultura gitana, pero aún pilares fundamentales en su legalidad actual, que no descarta la violencia ni la venganza pero tampoco la salvación «Forsan miseros meliora sequentur».

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