La
historia de Detrás del cielo comienza con un grupo de personas de Tras do
Ceo preparadas para emprender la caza del Solitario, un jabalí albino, gigante,
con fama de asesino; el pueblo lo ha dotado de una inteligencia superior, más
que los humanos. El taxista Meco, el doctor Muriel, el notario Estanis, el
constructor Amadeo, el cabo Bruno y Dombo, el narrador, se han dado cita para
vengar la muerte de Roi Vello tras ser atacado por el jabalí.
En
primera persona, Dombo relata cómo anteriormente había pasado unos días
siguiendo al Solitario, como si fueran un detective privado y su objetivo. El
jefe del rastreo, Estanis, se lo había ordenado para poder ir por delante del
animal llegada la hora de abatirlo: «Lo
vi con estos ojos. Paseó de noche por la aldea abandonada […] Entró en la
antigua taberna, en la escuela, en el salón de baile que hacía las veces de
cine».
Dombo
aprovecha los flashbacks para darnos
a conocer la historia de su familia y de los vecinos del pueblo. Tras do Ceo se
convierte en símbolo de la sociedad actual donde depredadores naturales y
sociales consiguen que sobrevivan los más fuertes, los que tienen menos
escrúpulos, los que no dudan en aprovecharse de los más débiles, torturar o
matar a quienes les impiden realizar sus deseos. Oligarcas y empresarios sin
miramientos de ningún tipo que rechazan a la naturaleza en plena naturaleza,
consiguiendo que la vida se endurezca más para el resto, «Nada de lo que se veía desde la balconada de Chorima estaba allí, pero
estar estaba todo. No estaba la nube de estorninos […] pero sí estaba la exacta
geometría de la casa del Bardo Cienfuegos». Una sociedad que no es para el
tío de Dombo, Antón, llamado simbólicamente El Otro, porque con sus ideas de
amor a la naturaleza, de respeto por los animales, de forma de vestir y actuar «adamado» era distinto a los demás.
Dombo
pretende ser objetivo en la narración. Cuando habla de su familia lo hace
nombrándolos por el nombre de pila o sus apodos, raramente por el parentesco
que los une; es una forma de distanciarse de lazos familiares, de exponer un mundo
falto de cariño y protección. Desde el principio, Dombo introduce diálogos de
sucesos anteriores que, si bien intuimos importantes para la historia,
desconocemos por qué; la narración no es lineal, pero todo se va colocando en
su lugar y somos testigos del papel que cada uno representa en el argumento
aunque la trama inicial no lo ponga fácil «…se
me acercó con la disculpa de […] Las verdaderas cuestiones no eran esas. Me lo
imaginaba […] ¿Cómo es la niña? […] Muy en voz baja, eso sí, preguntó lo que no
debía preguntar».
El
ambiente es extraño, inquietante, como el propio narrador, que no tiene
problemas en animalizarse o asumir que los demás lo hagan, «Me quería como a un perro». Dombo deja claro cuál es su forma de
pensar; es un superviviente nato que prefiere no enfrentarse a los demás, sino
actuar por su cuenta después de observar. Sabe que lo infravaloran y lo
prefiere, de esta forma, como El Solitario, podrá actuar llegado el momento.
Los límites entre el muchacho y el jabalí se difuminan, «o porque me consideraba un papanatas. No es el único imbécil que me
considera un imbécil».
Continuamente
este narrador protagonista interrumpe el hilo narrativo para introducir
digresiones con las que reflexiona sobre determinados actos o comenta
situaciones que le vienen a la mente. En principio, parece que no juzga; somos
los lectores quienes lo hacemos ante un entorno embrutecido en el que el jabalí
va quedando como la verdadera víctima.
En
general, los animales están al servicio de las personas, quienes se olvidan de
cualquier compromiso moral o afectivo; el pueblo se adocena sin ser consciente
de ello «Fue una suerte para él. No oír
los gemidos de los animales cuando los mataba. Vivíamos cerca y aquel llanto
entraba y recorría la casa como si el mar levantara el tejado».
Dombo
se comporta como un trastornado que no le da importancia a nada, hasta el punto
de parecer insensible: No valora lo que sabe, hasta dónde es capaz de llegar;
tampoco la ayuda que puede ofrecer a los demás. Aparece ante nuestros ojos como
un dios capaz de ver y saber lo que hacen los demás.
A
veces deja de narrar la historia para permitirnos ser partícipes de una
conversación privada entre algunos de los cazadores. Los lectores nos mantenemos
en tensión porque nos llega una información dosificada, en clave, de la que
deducimos que realmente son protagonistas de escenas violentas e ilegales, «…no era la primera vez que los escuchaba
por el walkie-talkie. Hablaba Estanis: Desde lo de la puta del Edén el doctor
anda con pies de plomo. Ya sabes lo de la niña. Si se entera su mujer lo hunde
en la miseria. Hablaba Meco: ¿Pero, sigue pagando? Hablaba Estanis: Afirmativo,
afirmativo. Duroc está en prisión pero…».
Dombo
es omnipresente; todo lo sabe, todo lo ve, está en todas partes para impartir
justicia si es necesario. A él nadie lo ve, nadie lo valora. Ahí está su
ventaja.
El
estilo de Manuel Rivas es fluido,
detallado, poético, duro. Rivas empuña la pluma y moldea las palabras hasta
conformar exactamente lo que quiere decir, en la forma, en el fondo y en el
trasfondo de lo expresado para denunciar el trato vejatorio que les damos a los
inmigrantes sin tener en cuenta que han huido de su país por ser víctimas de
vejaciones «…y en vez de ser escuela de
infancia, donde aprender a leer y escribir, se convierte en escuela de tortura».
La denuncia de la explotación de los inmigrantes, lleva aparejada la esclavitud
que aún en nuestra actualidad existe.
Nuestro
Premio Nacional de las Letras Españolas
saca a la luz el problema de la despoblación de las zonas rurales «Las vacas sabían que en Chorima vivíamos a
pérdidas». Sin embargo, la naturaleza resiste en medio de tanta miseria, en
medio de tanta animalización, como único reducto limpio, inocente «El camino hondo era ahora una especie de
coro […] cantaban los mirlos […] cantaban ebrios de madroño, enebro y rojo
Oeste».
Hay
escenas descriptivas, narrativas, dialógicas en las que introduce analepsis
para volver al momento actual, escenas tan sobrecogedoras que claman como si de
una tragedia griega se tratara. Peor. Si Edipo, por seguir una pulsión natural,
se priva de la vista, a Stella, por perseguir el deseo de libertad se la priva
del habla. No hemos avanzado tanto después de más de dos mil años. Al
contrario.
Cuando
una persona, en este caso, mujer, decide que ha luchado bastante por tener una
vida de calidad, feliz, puede querer dejar de hacerlo; esto no indica quitarse
voluntariamente la vida sino querer dejar de sobrevivir en un mundo hostil; de
ahí que Silvia diga: «Maimai no se
suicidó, como andan diciendo. Maimai murió porque quiso».
En
casos como este la muerte es un castigo que la mujer impone a quienes han
ejercido contra ella la violencia machista. Es una manera de vengarse del
vengador.
En
los diálogos encontramos confesiones de los personajes que, sin querer, abren
su alma a los lectores para mostrar la alegría, la bondad o la podredumbre que
llevan.
En la más absoluta miseria, el lenguaje poético imprime un nuevo sentido de esperanza para el hombre: «todos nos quedamos mirando aquella espalda. Un volar de golondrinas entre las melenas y que ascendía sorteando las vértebras e internándose por la nuca». Perfecta la conjunción mujer-naturaleza que imprime, en un nuevo realismo mágico, el mensaje de esperanza que desea para todos Manuel Rivas.
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