La hija del comunista
es una novela corta que cuenta, sin embargo, hechos ocurridos desde 1937 hasta
1992. Cincuenta y cinco años de la vida de los Zieler y de la situación de dos
países que sufrieron guerras y decisiones atroces.
No
hay alegría. Es imposible, porque la pena inunda las ciento cuarenta páginas
del libro, incluso la autora, Aroa
Moreno Durán se despide, en sus “agradecimientos”, con una evidencia
demoledora «Treinta y tres años han
pasado desde la caída del muro de Berlín y todavía existen en el mundo otros
treinta con los que se intenta impedir el flujo de personas de forma violenta».
La
novela contribuye a que conozcamos mejor la vida de los emigrantes republicanos
españoles. Manuel, un comunista español, es acogido en la República Democrática
Alemana durante nuestra guerra civil. Años después, Isabel huye durante el
franquismo. Ambos forman una familia y, en Alemania, tienen dos hijas, Katia y
Martina. Ni Isabel ni las niñas son realmente felices, por el desarraigo de la
madre y las carencias de las hijas. Katia se enamora a los 20 años de Johannes,
un chico que recorre más de quinientos kilómetros para verla en más de una
ocasión, por lo que ella abandonará a su familia para exiliarse en la Alemania
occidental y poder formar una familia libre y feliz. Una decisión que no podrá
cambiar y marcará su nueva vida y la de los que dejó.
Como
cualquier novela, es ficticia; sin embargo, hay datos y sucesos históricos. Al
leer La hija del comunista conocemos
mejor las condiciones de vida de los que tuvieron que emigrar durante o tras la
guerra civil. Condiciones de hacinamiento, deplorables que, como cualquier
resultado de la intransigencia, sacaron lo peor de los seres humanos. Los
republicanos, los comunistas, los rojos que hubieron de huir en nuestra guerra
y llegaron a Alemania se encontraron al poco con otra guerra que dividió el
país. Entre las condiciones de la posguerra destacan la miseria y el miedo de
los que quedaron detrás del Muro de Berlín. Allí vivió la familia de Katia,
pasando penalidades, soportando tesituras que ni ella ni Martina, su hermana,
se plantearon. Tampoco su madre. Isabel vivió ajena a, o no quiso ver, la labor
delatora que Manuel ejercía para la RDA, la misma que lo consideró sospechoso
de la marcha de su hija.
Esto
es lo que más me ha llamado la atención, el miedo, la incertidumbre de unas
vidas que solo sobreviven.
La
tristeza de Isabel es fruto del horror que vivió en España, de la falta de
libertad que experimentó en la Alemania del Este y por supuesto, de las
penurias y la desconfianza hacia todos los que los rodeaban. Las niñas apenas
recibieron un regalo en veinte años, cuando nada esperaban. Katia obtuvo de su
padre una pluma y Martina una caja de herramientas. Hecho que Isabel censuró a
Manuel, «Mamá reprendió a papá por el
gasto: ¿crees que somos ricos o qué?».
Pero
a Katia le llegó también un libro de Neruda, Johannes se lo dejó en la puerta
de su casa: «me senté a la mesa con el
libro en las rodillas». Están enamorados.
Katia
decide escapar al otro lado del muro y empezar una vida feliz al lado de
Johannes; la familia de este paga la huida, un gesto que encierra grandes
dificultades no solo económicas. La existencia de Isabel se repite en Katia: a
la soledad del desarraigo se une la duda y la culpa de cómo lo ha llevado a
cabo, en secreto; se une el dolor, el mismo dolor que acompañó a su madre, «A mamá la vida del gueto no le gustaba.
Quería ser normal [...] y que papá se alejara del partido y trabajara en una
fábrica».
Katia
no ha tenido infancia, no ha tenido amigos, ni juegos, ni alegrías. A los
veinte años se encuentra con el regalo de una amistad «Julia fue mi primera amiga de verdad, como son los amigos de los
veinte años», hecho que confirma su aislamiento vital. Y a los 20 años se
descubre encandilada por una esperanza: la vida libre junto a Johannes.
Pero
cuando da el paso se percata de que no es lo que esperaba. Triste e invisible
comienza otra vida, que no es sino la subsistencia que experimentó su madre.
Katia no tiene raíces en las que anclarse, lo que la lleva a no identificarse
con nada ni nadie y terminar abandonando cualquier vínculo afectivo, «Porque siempre había algo, adentro, […] que
me decía que yo ya había elegido […] y este sería mi castigo. Vivir sin tierra.
Como vivió mi madre».
Al
caer el muro, en 1990, renace su esperanza, pero ni nosotros ni ella sabemos si
podrá retomar su vida. Los sentimientos encontrados hacia su marido la llevan a
sentirse incómoda. Katia vive en una continua fatiga provocada por un laberinto
emocional.
Cuando
puede regresar a su casa de Berlín se da cuenta de que no es su casa. Su
hermana le entrega una caja que contiene la vida de una familia que intentó
dejar su huella en un lugar y no le fue posible.
El
futuro de Katia queda, como la novela, abierto.
Moreno
Durán escribe muy bien; gracias a eso podemos imbuirnos en el dolor y seguir
leyendo.
La
novela está dividida en cuatro partes y un preámbulo, in medias res, con la voz de un narrador omnisciente en tercera
persona. Narrador que retomará su labor en la cuarta parte, Vaterland, para exponer la
angustia lejana de los recuerdos y la de las vivencias presentes.
Este
principio y final enmarcan el texto de forma interpretativa para el lector.
Probablemente el narrador sepa el final, qué ocurre con Katia, pero no lo
cuenta, deja que interpretemos, que intuyamos cómo sigue su historia. La
finalidad de este narrador es asentar la historia en un tiempo repetitivo monótono,
de soledad: «La nieve no hace ruido al
caer».
En
este marco lo que importa no es tanto la vida de Katia como la de tantos
inmigrantes que no han visto cumplido su sueño. Encontramos el plural
impotente, aunque no lo diga, «Nos
arrinconaron […] tiraron […] no cerramos esa puerta […] teníamos que esperarte».
Encontramos el dolor, la invisibilidad de los que no han sido, la cosificación
de quienes se han limitado a sobrevivir con miedo: «Un portafolios contiene fichas de otros españoles que vivían en la Alemania
oriental […] Nombres, nombres y nombres y apellidos de españoles […] tiene
tales libros, tiene dinero guardado en la casa…».
Las
otras tres partes de La hija del
comunista: El este, La tierra de nadie y El otro lado están narradas por
Katia en primera persona. En ellas, todo fluye en presente aunque el tiempo no
dé tregua. Es una escritura pausada, con adjetivos valorativos que reflejan el
sentir de la protagonista; las descripciones mínimas, como si se tratase de una
colección de fotos, acentúan el estilo poético «Lloraba con la tristeza de mamá, roja y silenciosa».
Los
diálogos en estilo indirecto agilizan la comunicación y el ritmo nos llega con
fluidez. Otras veces los diálogos se colocan sin raya, de esta forma se
integran en la narración intimista de la narradora y exponen su desarraigo «No soy española. Pero tampoco soy Jutta».
También aligeran el ritmo las oraciones anafóricas que, además, otorgan mayor
importancia a lo que interesa resaltar, la angustia y la animalización: «han cogido a una mujer […] Que la mujer fue
saltando por […] Que aún estaba la sangre […] Que había goteado por […] Que […]».
La
desolación está presente, incluso las premoniciones pierden su función
imprecisa y se convierten en certeras pesadumbres: «sin saber que, como el cosmonauta, tampoco encontraría a Dios al otro
lado».
Katia
es consciente de que va soltando vínculos afectivos al mismo tiempo que se ve
presa de la culpa y la contradicción que se acrecienta cuando utiliza la
segunda persona «Johannes lo dejó todo
por ti, Johannes que me quitaste todo».
Contradicciones que claman, ante todo, la necesidad de derribar muros entre los seres humanos, visibles o no.
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