sábado, 7 de septiembre de 2024

LA HIJA DEL COMUNISTA


La hija del comunista es una novela corta que cuenta, sin embargo, hechos ocurridos desde 1937 hasta 1992. Cincuenta y cinco años de la vida de los Zieler y de la situación de dos países que sufrieron guerras y decisiones atroces.

No hay alegría. Es imposible, porque la pena inunda las ciento cuarenta páginas del libro, incluso la autora, Aroa Moreno Durán se despide, en sus “agradecimientos”, con una evidencia demoledora «Treinta y tres años han pasado desde la caída del muro de Berlín y todavía existen en el mundo otros treinta con los que se intenta impedir el flujo de personas de forma violenta».

La novela contribuye a que conozcamos mejor la vida de los emigrantes republicanos españoles. Manuel, un comunista español, es acogido en la República Democrática Alemana durante nuestra guerra civil. Años después, Isabel huye durante el franquismo. Ambos forman una familia y, en Alemania, tienen dos hijas, Katia y Martina. Ni Isabel ni las niñas son realmente felices, por el desarraigo de la madre y las carencias de las hijas. Katia se enamora a los 20 años de Johannes, un chico que recorre más de quinientos kilómetros para verla en más de una ocasión, por lo que ella abandonará a su familia para exiliarse en la Alemania occidental y poder formar una familia libre y feliz. Una decisión que no podrá cambiar y marcará su nueva vida y la de los que dejó.

Como cualquier novela, es ficticia; sin embargo, hay datos y sucesos históricos. Al leer La hija del comunista conocemos mejor las condiciones de vida de los que tuvieron que emigrar durante o tras la guerra civil. Condiciones de hacinamiento, deplorables que, como cualquier resultado de la intransigencia, sacaron lo peor de los seres humanos. Los republicanos, los comunistas, los rojos que hubieron de huir en nuestra guerra y llegaron a Alemania se encontraron al poco con otra guerra que dividió el país. Entre las condiciones de la posguerra destacan la miseria y el miedo de los que quedaron detrás del Muro de Berlín. Allí vivió la familia de Katia, pasando penalidades, soportando tesituras que ni ella ni Martina, su hermana, se plantearon. Tampoco su madre. Isabel vivió ajena a, o no quiso ver, la labor delatora que Manuel ejercía para la RDA, la misma que lo consideró sospechoso de la marcha de su hija.

Esto es lo que más me ha llamado la atención, el miedo, la incertidumbre de unas vidas que solo sobreviven.

La tristeza de Isabel es fruto del horror que vivió en España, de la falta de libertad que experimentó en la Alemania del Este y por supuesto, de las penurias y la desconfianza hacia todos los que los rodeaban. Las niñas apenas recibieron un regalo en veinte años, cuando nada esperaban. Katia obtuvo de su padre una pluma y Martina una caja de herramientas. Hecho que Isabel censuró a Manuel, «Mamá reprendió a papá por el gasto: ¿crees que somos ricos o qué?».

Pero a Katia le llegó también un libro de Neruda, Johannes se lo dejó en la puerta de su casa: «me senté a la mesa con el libro en las rodillas». Están enamorados.

Katia decide escapar al otro lado del muro y empezar una vida feliz al lado de Johannes; la familia de este paga la huida, un gesto que encierra grandes dificultades no solo económicas. La existencia de Isabel se repite en Katia: a la soledad del desarraigo se une la duda y la culpa de cómo lo ha llevado a cabo, en secreto; se une el dolor, el mismo dolor que acompañó a su madre, «A mamá la vida del gueto no le gustaba. Quería ser normal [...] y que papá se alejara del partido y trabajara en una fábrica».

Katia no ha tenido infancia, no ha tenido amigos, ni juegos, ni alegrías. A los veinte años se encuentra con el regalo de una amistad «Julia fue mi primera amiga de verdad, como son los amigos de los veinte años», hecho que confirma su aislamiento vital. Y a los 20 años se descubre encandilada por una esperanza: la vida libre junto a Johannes.

Pero cuando da el paso se percata de que no es lo que esperaba. Triste e invisible comienza otra vida, que no es sino la subsistencia que experimentó su madre. Katia no tiene raíces en las que anclarse, lo que la lleva a no identificarse con nada ni nadie y terminar abandonando cualquier vínculo afectivo, «Porque siempre había algo, adentro, […] que me decía que yo ya había elegido […] y este sería mi castigo. Vivir sin tierra. Como vivió mi madre».

Al caer el muro, en 1990, renace su esperanza, pero ni nosotros ni ella sabemos si podrá retomar su vida. Los sentimientos encontrados hacia su marido la llevan a sentirse incómoda. Katia vive en una continua fatiga provocada por un laberinto emocional.

Cuando puede regresar a su casa de Berlín se da cuenta de que no es su casa. Su hermana le entrega una caja que contiene la vida de una familia que intentó dejar su huella en un lugar y no le fue posible.

El futuro de Katia queda, como la novela, abierto.

Moreno Durán escribe muy bien; gracias a eso podemos imbuirnos en el dolor y seguir leyendo.

La novela está dividida en cuatro partes y un preámbulo, in medias res, con la voz de un narrador omnisciente en tercera persona. Narrador que retomará su labor en la cuarta parte, Vaterland, para exponer la angustia lejana de los recuerdos y la de las vivencias presentes.

Este principio y final enmarcan el texto de forma interpretativa para el lector. Probablemente el narrador sepa el final, qué ocurre con Katia, pero no lo cuenta, deja que interpretemos, que intuyamos cómo sigue su historia. La finalidad de este narrador es asentar la historia en un tiempo repetitivo monótono, de soledad: «La nieve no hace ruido al caer».

En este marco lo que importa no es tanto la vida de Katia como la de tantos inmigrantes que no han visto cumplido su sueño. Encontramos el plural impotente, aunque no lo diga, «Nos arrinconaron […] tiraron […] no cerramos esa puerta […] teníamos que esperarte». Encontramos el dolor, la invisibilidad de los que no han sido, la cosificación de quienes se han limitado a sobrevivir con miedo: «Un portafolios contiene fichas de otros españoles que vivían en la Alemania oriental […] Nombres, nombres y nombres y apellidos de españoles […] tiene tales libros, tiene dinero guardado en la casa…».

Las otras tres partes de La hija del comunista: El este, La tierra de nadie y El otro lado están narradas por Katia en primera persona. En ellas, todo fluye en presente aunque el tiempo no dé tregua. Es una escritura pausada, con adjetivos valorativos que reflejan el sentir de la protagonista; las descripciones mínimas, como si se tratase de una colección de fotos, acentúan el estilo poético «Lloraba con la tristeza de mamá, roja y silenciosa».

Los diálogos en estilo indirecto agilizan la comunicación y el ritmo nos llega con fluidez. Otras veces los diálogos se colocan sin raya, de esta forma se integran en la narración intimista de la narradora y exponen su desarraigo «No soy española. Pero tampoco soy Jutta». También aligeran el ritmo las oraciones anafóricas que, además, otorgan mayor importancia a lo que interesa resaltar, la angustia y la animalización: «han cogido a una mujer […] Que la mujer fue saltando por […] Que aún estaba la sangre […] Que había goteado por […] Que […]».

La desolación está presente, incluso las premoniciones pierden su función imprecisa y se convierten en certeras pesadumbres: «sin saber que, como el cosmonauta, tampoco encontraría a Dios al otro lado».

Katia es consciente de que va soltando vínculos afectivos al mismo tiempo que se ve presa de la culpa y la contradicción que se acrecienta cuando utiliza la segunda persona «Johannes lo dejó todo por ti, Johannes que me quitaste todo».

Contradicciones que claman, ante todo, la necesidad de derribar muros entre los seres humanos, visibles o no.

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