Un
libro lleno de contradicciones porque, en realidad, nada es perfecto en él excepto
la manera de escribirlo.
Pero
la historia no es perfecta. El protagonista, el teniente de policía Mario
Conde, aprovecha un caso que le asignan en la comisaría para recapitular lo más
importante de su vida. A veces son recuerdos que aparecen como destellos al
observar una calle, oler una buena comida o mirar una fotografía; otras, Mario
Conde se obliga a recordar para entender el presente.
A
través de las numerosas digresiones que encontramos en Pasado perfecto conocemos
a su protagonista: un chico cubano de clase media-baja, estudioso y con un alto
sentido del compañerismo y la igualdad; que deja de estudiar una carrera a
pesar de las buenas notas obtenidas, porque no le gusta; que quiere al Flaco,
que ya no lo es, como si fuera su hermano; que tiene un amor desmedido hacia
Josefina y sin embargo no es su madre sino la del Flaco; que ansía ser escritor
pero no puede escribir; que sus ideas son contrarias a las que tiene de la
policía y sin embargo se convierte en uno de los mejores del cuerpo; que
siempre odió a Rafael Morín, básicamente porque le quitó a Tamara, de la que ha
estado enamorado desde el bachillerato, y ahora debe investigar su
desaparición.
El
tiempo real, sin embargo, son cuatro días, durante los que Mario Conde
acompañado por el sargento Manuel Palacios resuelve el caso.
Cuatro
días, en los que se reencuentra con Tamara y tiene la posibilidad de empezar
con ella la relación tan anhelada, pero finalmente desecha la opción porque sus
vidas son totalmente diferentes y Tamara, de clase superior, no se adaptaría
fácilmente a la de un policía.
El
caso de Rafael Morín es otro de tantos de los que, por desgracia, se han hecho
usuales en la sociedad actual: robo, extorsión, fraude de aquellos que lo
tienen todo pero necesitan más. Caso sencillo, sin demasiadas complicaciones,
sin vueltas o sorpresas finales y, sin embargo, el Conde aprovecha las
entrevistas para, mediante analepsis, ponernos en situación, y llegar a conocer
al desaparecido, al Flaco, a Tamara, a él mismo y a Cuba. El lector siente
inmediatamente la nostalgia de ese pasado que Mario Conde relata en primera
persona, con breves monólogos interiores mezclados con diálogos expuestos en
estilo indirecto libre. La narración fluye intimista, con una cercanía que no
desaparece en la tercera persona utilizada para el presente, un hoy impregnado
de fatalidad incapaz de derrotar a todos aquellos marcados con dureza por el
destino.
La
fuerza de los débiles, de los escuálidos, es lo que sustenta ese Pasado perfecto que en realidad no lo
fue pero que, desde el punto de vista del futuro, lo será porque se habrá
luchado a diario por conseguirlo.
Leonardo Padura nos muestra un argumento simple, una
historia sin complicaciones: la desaparición de un funcionario corrupto y la
implicación de su jefe de despacho.
Pero
debajo de esa historia, contada de forma casi minimalista, se encuentra la verdad,
una Cuba oprimida , unos ciudadanos sin libertad, sin posibilidad de expresar
sus verdaderos sentimientos, sin oportunidades para dialogar y mucho menos para
exigir; unos ciudadanos con grandes carencias que, a pesar de encontrarse con
un sistema dictatorial, intentan coger la felicidad, a pellizcos, de donde
pueden.
...y
por suerte guardé cinco ejemplares de La Viboreña, que jamás llegó al número
uno, que iba a ser de la democracia, porque la profe Olguita, tan buena gente y
tan linda, pensó que lo podríamos hacer escogiendo a votación los mejores
materiales de nuestra abundante cosecha literaria
Padura
se convierte así en un maestro de la técnica del iceberg, por cuyo creador,
Hemingway, siente verdadera admiración. Al reducir la prosa hasta límites
insospechados consigue un protagonismo absoluto de la historia, de ahí que, a
pesar de quedar ocultos bajo «la punta
del iceberg» son perfectamente legibles los comentarios sobre la vida en
Cuba; de hecho, a veces tenemos la impresión de estar ante una crónica de la
realidad concreta, de la defensa de los valores tradicionales como el honor, la
amistad o la lealtad
Al
dorso de la foto dice junio de 1975, y todavía éramos muy pobres —casi todos— y
muy felices. El Flaco es flaco [...] El Conejo sueña con cambiar la historia y
yo voy a ser escritor, como Hemingway. La cartulina se ha puesto amarilla con
los años [...] y cuando la miro siento muchísimo complejo de culpa porque El
Flaco ya no es flaco y porque detrás de la cámara, invisible pero presente, ha
estado siempre Rafael Morín.
El
acercamiento a la Generación Perdida no sólo se distingue en el estilo
minimalista de Hemingway, el estadounidense está presente en la defensa de
valores éticos que Padura expone en su Adiós
a las armas particular reflejado en la figura de El Flaco: «cada día el Flaco amanecía con un dolor inédito,
un nervio muerto u otro músculo inmóvil para siempre».
La
prosa coloquial, con expresiones duras a veces y cargada de metáforas poéticas,
otras, también vincula a este escritor con los americanos de la primera mitad
del siglo XX; se aprecia un paralelismo entre el rechazo a su realidad cercana
y el expresado por los novelistas malditos, el polisíndeton alarga las
descripciones para poder ver más allá de lo que se percibe, ese mar que intuye,
mediante la sinestesia, como puerta a la libertad: «Detrás de los árboles una iglesia de rejas altas y paredes lisas y
algunos edificios apenas entrevistos y muy al fondo el mar, que sólo se
percibía como una luz y un perfume remoto».
El
antihéroe que crece tras la guerra, enfrentado a un mundo amoral, relaciona los
personajes de Salinger y los de Padura, sin embargo las ganas de vivir de Mario
Conde y El Flaco superan el miedo al futuro y las obsesiones peligrosas del
protagonista de Un día perfecto para el
pez plátano: «...y leyó la historia del hombre que conoce todos los secretos
del pez plátano y quizá por eso se mata, y se durmió pensando que, por la
genialidad apacible de aquel suicidio, aquella historia era pura escualidez».
Padura
consigue asimismo una historia escuálida, tanto que podríamos hablar de simbolismo.
Es una novela policíaca y no importan tanto las acciones sino el interior, lo
más hondo del protagonista y de los otros personajes. Es una novela negra y el
asesinato apenas tiene repercusión, no hay crudas imágenes del caso y sí del
día a día, de lo vivido en la ciudad por gente corriente, de lo que entendemos
por “la naturalidad”. El determinismo del pueblo cubano en general se une al
fatalismo encarnado en el Flaco y al existencialismo de Mario Conde. Entre
todos conforman la condición humana y la introducen en un nuevo concepto de
novela negra en la que las pesquisas no son sino excusas para reflexionar sobre
la vida y la situación en Cuba: extorsiones, corrupción, falta de libertad y
gran desigualdad entre clases sociales.
Una
tendencia absolutamente natural en la que no llaman la atención la irreverencia
de ciertos vulgarismos utilizados en situaciones estresantes: «porque yo me cago en las casualidades y
amén», ni las frases inacabadas del registro popular, o los refranes: «Ponme ahí al Flaco, despiértalo, que se
levante, borracho de mierda ...
–Dime con quién andas...—se rio Josefina y
dejó el teléfono» .
Una
tendencia en la que las metáforas adquieren toda la fuerza de los sentimientos,
lo primario del ser humano «Los ojos son
dos almendras pulidas, clásicas, un poco humedecidas. Justo lo necesario para
sugerir que en verdad son dos ojos y hasta pueden llorar».
Un
estilo en el que las ironías pierden su fuerza al estar arropadas por la
melancólica nostalgia de un pasado y la dureza de un presente «su estómago vacío bailaba [...] Pensaba en
Tamara, en Rafael, en el Flaco Carlos, en Aymara [...] pensaba en sí mismo,
dentro de aquella oficina fría en invierno y tan caliente en verano, mirando
las hojas de un laurel y empeñado en encontrar a alguien a quien nunca hubiera
querido buscar. Todo perfecto».
Un
estilo en el que el humor también hace acto de presencia, como parte de la
cotidianeidad «...nació el Cojo [...] y
fue al que se le ocurrió hacer una revista del taller literario y formó sin quererlo
la descojonación» y como homenaje a sus maestros «pues se me ocurrió escribir el cuento, pero sin ser anticlerical
expreso, sino sugerido, mejor dicho, sumergido, como el iceberg del que habla
Hemingway».
Una
tendencia en la que las constantes digresiones se aprovechan de las
descripciones para filosofar sobre las formas de vida, las ocupaciones o el
transcurrir de la ciudad «Le hubiera
gustado ir al estadio, necesitaba aquella terapia de grupo, que tanto se
parecía a la libertad, en la que se podía decir cualquier cosa, desde putear a
la madre del árbitro hasta gritarle comemierda al manager [...] y salir de allí
[...] relajado, afónico y vital.»
Un
estilo en el que el caos en el que se ve envuelta la policía para resolver los
casos, y la propia ciudad, para resolver la vida, se ve acrecentado por la
manera de transcribir las entrevistas: las preguntas de la policía no aparecen,
sólo encontramos una sucesión de respuestas, algunas inacabadas, que
desconciertan y confunden «...me parece
mentira eso de que Rafael no aparezca por ningún lado, yo todavía no lo creo
[...] tiene que haberle pasado algo [...] y cómo Rafael se portó conmigo, mejor
que si hubiera sido el padre del niño, que si carne, que si un carro para el
hospital [...] El pobre ... Una llamada. ¿Una llamada el día primero? No, no,
si la última vez que yo lo vi fue el día 30.»
Una
tendencia nueva, fantástica, como casi todo lo que surge del acoplamiento entre
lo tradicional y lo actual.
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