Desde
la primera línea atrapa la forma de escribir. La vida cotidiana de una familia
se introduce con toda facilidad en nosotros. Hace tiempo leí La montaña mágica, recuerdo que fue en
verano porque estaba tumbada en el sofá todo el día y no podía dejar el libro,
a pesar de que en algunos casos, muchos diría yo, no entendía de qué hablaban
los personajes. Después leí Muerte en
Venecia, novela muchísimo más corta que
la anterior, sin apenas acción, sólo reflexiones y diálogos de Aschenbach, el
protagonista, un escritor que debe viajar a Venecia para darse cuenta de su
propia personalidad, de su propia sexualidad
al que no le importa morir de cólera con tal de no salir del hotel y
dejar de ver la belleza que ha encontrado en el adolescente Tadzio.
En
La montaña mágica, también el
protagonista, Castorp, viaja hasta un sanatorio para ver a un amigo y le
resulta tan enriquecedor el contacto con la naturaleza, las conversaciones filosóficas
con algunos pacientes, que decide permanecer allí incluso cuando su amigo se ha
marchado, pues se ha curado, hasta que se desata la guerra y ya no puede
abandonar el balneario para tuberculosos; no obstante él también ha contraído
la enfermedad allí.
En
ambas novelas, como en la que acabo de leer, Los Buddenbrook, aparecen ciertos temas que parecen estar fijados
en el autor, el paso del tiempo, (la
novela está narrada de forma cronológica lineal, aunque las referencias a los
fundadores de la saga son constantes); la enfermedad, la locura —derivada de
otras obsesiones—, la política, la estética y puede que la homosexualidad.
Parece
que Thomas Mann escribió sobre sus propios pensamientos y reflexiones, fruto de
sus lecturas, no cabe duda, de Nietzsche y Shopenhauer, reflexiones que adaptó
perfectamente a sus novelas una vez las vivió así mismo en su familia; es
conocido que hubo de visitar a su esposa a un sanatorio y que el director de
éste le ofreció quedarse allí una temporada, pero, al contrario que el
protagonista de La montaña mágica, no
se quedó. Es sabida la mala relación que mantuvo con su hermano Heinrich, expuesta entre Tom y Christian
Buddenbrook.
La
obsesión por la enfermedad y el enfrentarse a ella con decisión está presente en
las tres novelas, cólera, tuberculosis, cáncer, tifus. La muerte ocupa un lugar
fundamental en todas sus variantes, pero no deja de llamar la atención que, por
regla general, son muertes violentas con estertores casi insufribles
A las cinco de la madrugada la agonía
no podía ser más terrible. La consulesa, casi erguida a causa de las
convulsiones y con los ojos muy abiertos, daba manotazos en el aire como si
intentara agarrarse a algo.
Incluso
el suicidio forma parte de las novelas, tanto llevado a cabo por algunos de sus
protagonistas (en La montaña mágica,
en Los Buddenbrook) como dejándose
llevar sin poner remedio, con la seguridad de que uno va a morir (en Muerte en Venecia). La concepción de la
enfermedad, el sufrimiento y la muerte, es algo necesario para reforzar la
personalidad, un paso para entender la vida. En Los Buddenbrook es lo que les ocurre a Tom y más tarde a su hijo
Hanno.
Otra
constante, ésta curiosa, es la alimentación; las opíparas comidas del
restaurante veneciano se equiparan a las servidas en el sanatorio de La montaña mágica y en la mansión de Los Buddenbrook.
Tratándose de los Buddenbrook era de
esperar que la comida fuese tan rica como copiosa. […] —El viejo Buddenbrook
concediendo un descanso a sus maxilares, jugueteaba con una petaquita de oro—
[…] Todos estaban sentados en pesadas sillas de respaldos altos, con pesados
cubiertos de plata comían pesadas y sabrosas viandas, las acompañaban de
pesados y buenos vinos, y exponían sus opiniones
El
humor relajado de las metáforas contrasta con la reiteración del término que le
interesa para definir a los acomodados. También la fascinación por el mismo
sexo está presente en las tres novelas, la homosexualidad es patente en Muerte en Venecia y en La montaña mágica, mientras que se intuye
en los Buddenbrook, y es curioso que ese rasgo sea uno de los síntomas de la
decadencia del personaje. Ninguno puede desarrollarla de manera natural,
lógicamente la época hacía de este tema algo tabú, impensable, rechazado
incluso por los propios implicados.
Después recordaron aquel último
episodio […] la visita de ese joven conde de aspecto desastrado que se había
abierto paso hacia la habitación del enfermo casi con violencia. Hanno había
sonreído al oír su voz, y eso que, para entonces, ya no reconocía a nadie, y
Kai no dejaba de besarle las manos.
Por
todos es conocido el amor hacia la música y, de todos es sabida la bisexualidad
de Thomas Mann, la atracción que sintió de joven por un compañero de colegio;
en los estudios que existen sobre Muerte
en Venecia se muestra al protagonista como un reflejo del propio Mann. Sin
querer ser categórica, capto en la relación entre Kai y Hanno, la unión que
representa al autor, pues si bien Hanno es un mal estudiante y amante de la
música, único medio en el que se siente a gusto y pleno, único medio por el que
es capaz de transmitir sus sentimientos, Kai es el vivaracho que aunque tampoco
se encuentra bien en la sociedad, (es un aristócrata venido a menos, tanto, que
vive en la miseria, rechazado como si de un bicho raro se tratase, por sus
compañeros), puede transmitir lo que quiere mediante la literatura. Ambos son
uno solo, ambos reflejan la esperanza de la sociedad, marcada por la
desfachatez, la corrupción, el abuso; y forman la sensibilidad, la limpieza de
miras que aportan las artes y los clásicos; pero no pueden seguir juntos en un
mundo que desprecia las Humanidades, en esa sociedad que sólo admite un orden
establecido, de ahí que cuando ambos amigos llegan a formar una sola mente
constituye el síntoma final, un final en el que el lector vislumbra la dura
crítica social que encierra.
Crítica
que ha recorrido todas las páginas, todos los estamentos sociales, la dureza de
la educación «—Señor Buddenbrook, estoy
tentado de hacerle cerrar el cuaderno pero me temo que con eso le haría un
favor demasiado grande. Continúe». La crueldad de los profesores «En el fondo es usted un humorista,
Buddenbrook, su nariz le delata. Cuando me pregunto si acaba de tener un ataque
de tos o de recitar unos versos sublimes casi me inclino por lo primero».
La
incompetencia de la medicina «—Sí […]
neumonía […] —¿Entonces sí que hay motivos para preocuparse seriamente? […] En
fin, hemos de preocuparnos de contener la enfermedad, aliviar la tos y combatir
la fiebre… Bueno la quinina hará su efecto. Por esos síntomas aislados no hay
que alarmarse…».
Y sobre todo, la crítica
a una clase social dispuesta a ocultar cualquier desmán para que nadie se
entere «—¡No lo hizo para llenarse sus propios bolsillos, sino por el bien de
su empresa! […] al casarse con Erika entró a formar parte de nuestra familia
[…] No podemos permitir que metan en la cárcel a uno de los nuestros, por el
amor del Cielo!».
Indudablemente
hay más similitudes entre las tres novelas y la propia vida del autor, pero
acabo de leer Los Buddenbrook y es
ésta la que quiero comentar. No podemos negar que es una obra decimonónica del
Realismo puro, del estilo de las de Balzac o Tolstói. El humor no abandona del
todo las páginas aunque sea para ridiculizar o ironizar «La anciana consulesa había encontrado un nuevo calificativo amoroso
para su esposo: “mi corderito manso”, le decía, y estaba tan contenta que se le
movía la cofia».
Alusiones
a otros escritores contemporáneos, que aportan mayor sensación de realismo «…donde el difunto Goethe había escrito una
parte de su Fausto», y de paso
apuntan a su propia obra.
El
poder que algunos ostentan, reflejado en la naturaleza; son los dueños de todo,
dioses omnipotentes —aunque sea por tiempo limitado— «Sí, ya, pero si esa naturaleza dejada a su libre albedrío me
pertenece, tendré todo el derecho del mundo a darle la forma que a mí me guste».
La
vida de esta saga de comerciantes, desde su máximo esplendor hasta la completa
decadencia queda retratada de forma amable, con un lenguaje culto pero
atractivo puesto que los coloquialismos pueblan las páginas, a veces, incluso
aparecen vulgarismos para retratar a diferentes personajes (obreros) o para
burlarse de ellos y sus pretensiones, como el señor Permaneder. No obstante,
todos quedan representados con un punto de cariño, incluso aquellos que se
acercan a la familia para sacar algo, bien económico, bien social, muestran su
arrepentimiento o su buena fe; es el caso de los dos maridos de Tony
Buddenbrook, Grünlich, padre de Erika, única hija de Tony, quien no duda en
conceder el divorcio y devolver lo que queda de su dote cuando sale a la luz su
ruina, y Permaneder, que tampoco pone pegas a dejar que Tony vuelva a su casa
cuando se da cuenta de que las aspiraciones de ella eran mucho más altas que
las suyas, limitadas a vivir de las rentas de sus negocios y la dote de su
mujer «Escribió que lamentaba
sinceramente lo sucedido pero que respetaba el deseo de Antoine pues era
consciente de las desavenencias […] no habría de verla nunca más ni tampoco a
Erika […] En una postdata se ofrecía expresamente a restituir la dote de
inmediato». Así pues Tony es la única que queda en la casa que Johan
Buddenbrook fundó en 1768 y llegó a ser el símbolo de prosperidad de la ciudad.
Su hijo Johan Buddenbrook mantiene la casa en lo más alto, llegando a cónsul de
la ciudad al casarse con Elisabeth «de
soltera, Kröger». Los negocios de cereal pasan después a manos del
primogénito, Thomas Buddenbrook único que muestra capacidad, decisión y arrojo
al aceptar lo impuesto por su padre; así pues, deja los estudios para dedicarse
al imperio, debido a que su hermano Christian, es un vago que, abusando del
alcohol constantemente cae en la depresión y más tarde llega a ser un pelele
encerrado en un manicomio del que no quiere salir, por no enfrentarse a la
realidad. Las otras dos hermanas, mujeres, no tienen, según la sociedad,
capacidad para los negocios, aunque probablemente Tony hubiera llevado las
riendas con decisión, como dirigió su vida, reclamando orgullosamente su
posición social hasta cuando ya no había nada que hacer.
—¿Un escándalo, Thomas? ¿Te permites
ordenarme que no dé un escándalo cuando se me cubre de vergüenza, cuando se me
escupe a la cara directamente? […] no pienso regresar jamás […] ¡O muy bajo
tendría que caer y perder todo el respeto por mí misma…
Clara,
por el contrario, de carácter enfermizo, se casó con un pastor religioso que se
quedó su dote al morir ella, a los 26 años, por expreso deseo de su mujer.
El
caso es que Thomas llega a lo más alto, incluso en política consigue ser
senador, pero cuando decide construir una casa nueva y abandonar la de la
familia, empieza su decadencia. Thomas gasta una fortuna en una mansión
moderna, vida para la que no está preparado y que de alguna manera será su
perdición, pues los nervios ante situaciones inabarcables lo hacen fumar
constantemente, provocándole un cáncer del que muere sin quejarse en ningún
momento. La enfermedad lo va minando durante años y tiene que luchar con ella,
y con los disgustos de la casa familiar —todo son deudas— y de la suya propia
—su hijo Hanno es un niño débil y su mujer deja de quererlo aunque sigue a su
lado— Así pues, a los 50 años muere, dejando como único heredero a Hanno, quien
en ningún momento se ve dedicado a otra cosa que no sea la música, y a soportar
los dolores que, desde que nació, lo persiguieron de forma horrible hasta los
16 años.
…a los quince meses de edad, que tenía
cumplidos, seguía sin dar un paso solo, y fue entonces, cuando las Buddenbrook
de la Breite Strasse declararon […] que aquel niño iba a ser mudo y paralítico.
Este
es el argumento, sin embargo no desvelo nada puesto que la sorpresa es
constante. El narrador omnisciente deja paso al estilo indirecto libre sin
avisar; los capítulos quedan todos en suspense, de manera que tengamos la
necesidad de seguir leyendo. Los personajes quedan perfectamente retratados por
acciones, por gestos adaptadores que se repiten o frases que forman parte de la
familia y se convierten en sello de identidad. El estilo es, por supuesto, desenvuelto,
ágil, a pesar de que apenas hay acción. El principio es in medias res, mediante un diálogo entre la consulesa, su suegra y
su hija, mientras que el final es totalmente diferente. El narrador sale de la
novela por un momento y se convierte en un disertador médico, con lo que se
separa de la tragedia para empatizar con el personaje y mostrar incluso la
compasión que siente hacia él; formalmente pretende un desapego total aunque el
cariño manifiesto es evidente. Inmediatamente después, el narrador retoma su
rol omnisciente para relatar el final de la dinastía, un final coherente con el
que la rancia burguesía va dejando de tener sentido. En realidad el nudo de la
novela es la decadencia ocasionada por los hermanos de la tercera generación;
los personajes de la segunda y los fundadores están descritos apenas por sus
actos, aunque sabemos de toda su dureza, fuerza y decisión por los comentarios
de los hijos. Así pues, el declive, tanto de la casa como de la dinastía es
responsabilidad de estos últimos descendientes, si bien es cierto que el
destino jugó en su contra, pues al igual que el mundo burgués tras la Primera
Guerra Mundial, dicho derrumbamiento era casi inevitable.
La
prosa tranquila, en general sin estridencias es un reflejo de la decadencia que
una sociedad determinada hubo de sufrir sin aspavientos.
Encontramos
a lo largo de las páginas un análisis sociológico sobre la ética del
capitalismo, puesta en entredicho en diversas ocasiones
Resultaba estremecedor ver cómo el
hecho de haber caído […] había hundido moralmente por completo a aquel hombre,
quien, por otra parte, muy probablemente no había hecho nada distinto de lo que
la mayoría de colegas suyos hacían a diario y sin pensárselo dos veces y quien,
de no haber sido descubierto, habría seguido su camino tan contento y con la
cabeza tan alta.
La
visión del mundo aparece en las relaciones que mantienen los miembros de la
familia, de ahí que la nostalgia esté por encima de cualquier otro sentimiento.
Las relaciones son tan estrechas que podemos hablar de un personaje múltiple, o
metafórico (la casa) que, con el paso del tiempo se va olvidando de las
tradiciones para aferrarse a lo nuevo sin tener en cuenta los cambios
necesarios. Así, al igual que en la casa se va desmoronando lo que no se habita,
entre sus residentes desaparecen los que no se han ajustado a la nueva
realidad.
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