miércoles, 28 de febrero de 2024

LAS HERMANAS JACOBS

No había leído nada de Benjamin Black y después de terminar esta novela estoy desolada. En fin, desolada por varias razones: ha recibido el premio Kafka, el Príncipe de Asturias, el austriaco de Literatura Europea, el Man Broker… y yo no sabía de su existencia. Tampoco conocía que su nombre verdadero es John Banville pero le gusta firmar con seudónimo cuando escribe novela negra. Esto tiene arreglo, claro. Y demuestra que estaré aprendiendo hasta el final.

Otra razón de mi inquietud es que el final de Las hermanas Jacobs me ha dejado cierto pesar aunque, no obstante, no me ha impedido disfrutar de la prosa de Black.

Según afirma la editorial en la solapa del libro, Las hermanas Jacobs es la primera novela en la que el policía Strafford y el patólogo Quirke investigan juntos un caso. Creo que nunca saldrá a la luz literaria una pareja con menos magnetismo entre ellos.

Precisamente por eso los lectores esperamos constantemente ver cómo se mueven en la investigación, pero va cada uno por su cuenta y cuando se juntan es como si saltaran chispas entre ellos. No pueden ser más diferentes. En eso reside el encanto, en la originalidad de unir a dos perdedores atormentados que sobrellevan su desgracia de forma totalmente distinta. Mientras el médico es rencoroso y amargado, el policía es algo abúlico, probablemente por su complejo de inferioridad, «Quirke se encogió de hombros […] Claro que Strafford era también un simulacro […] Pese a su timidez, era un imbécil engreído. Al carajo con él. Encendió otro cigarrillo».

La novela va mucho más allá de la resolución de un crimen. En un garaje, dentro de su coche, aparece muerta Rosa Jacobs, al parecer por inhalación del gas del tubo de escape. Pero algo en la puesta en escena, la manguera que forma un circuito cerrado entre el tubo y el interior del vehículo, hacen sospechar de un asesinato al inspector de la Garda irlandesa, el protestante John Strafford, y al doctor Quirke, viudo a consecuencia de un ataque en España, en el que estuvo presente Strafford sin poder hacer nada por su esposa.

La investigación, una vez con la seguridad de que es un asesinato, los lleva al Trinity College, donde Rosa estaba realizando su doctorado con el profesor Armignac, y hasta la familia Kessler, padre e hijo alemanes que, extrañamente, tenían negocios en Israel.

Para el entierro de Rosa acuden su padre y su hermana, Molly Jacobs, una periodista, con amigos en Israel, que también se verá implicada en los hechos desde el momento en que otra periodista es asesinada en Tel Aviv. La trama se va enrareciendo; muertes que parecían accidentes; inocentes, que no lo parecen, son responsables con gran poder político y eclesiástico; amenazas veladas y directas de la iglesia al propio inspector jefe de la policía, Hackett, que se verá en la disyuntiva de abandonar la investigación o quedarse sin la retribución de su próxima jubilación… Y un culpable que parece tan inocente que no logran atraparlo.

Nos enteraremos de la verdad, a medias, por la confesión de uno de los principales sospechosos, que a su vez se suicida ante el propio Strafford, y por las páginas del diario donde el asesino, machista, xenófobo, psicótico, o simplemente soberbio desequilibrado, cuenta lo que ocurrió desde el principio.

En fin, nos quedamos afligidos porque esperamos que la justicia actúe tras descubrir la verdad, sin tener en cuenta que, en la realidad, hay asesinos que siguen en libertad, hay poderes políticos que se corrompen y hay poderes eclesiásticos que actúan a modo de dioses decidiendo lo que es o no permisible. Las hermanas Jacobs es un retrato del horror de una guerra, cualquiera, y de las consecuencias más despiadadas e inhumanas (hasta ahora) que se han llevado a cabo: el Holocausto.

¿Quiénes son los protagonistas de Las hermanas Jacobs? Está claro que ni Strafford ni Quirke tienen un papel relevante. Ellos intuyen pero no demuestran lo que pasó, no tienen pruebas. La red politicosocialeclesiástica urdida alrededor es tan tupida que apenas pueden avanzar.

Creo que el narrador es el verdadero protagonista. Es el que dirige el relato, quien se introduce en los diálogos para sacar a flote sus pensamientos, como si perteneciesen a una memoria no programada, involuntaria. El narrador consigue que lo de menos sea el caso. Al lector le atrae tanto la resolución de los asesinatos como qué pasó con los protagonistas. Atormentados. Y qué pasó con los supervivientes de una guerra cruel. Atormentados. El paso del tiempo es el encargado de modelar a Quirke, Strafford, Kessler, Jacobs… y al mismo tiempo consigue que los lectores reflexionemos sobre las relaciones humanas, sobre las clases sociales, sobre el poder… Conforme vamos leyendo descubrimos aquellos acontecimientos que hicieron de los personajes lo que son en el presente y todos sentimos cierta empatía, con ese policía indolente o con el patólogo alcoholizado, en algún momento. Todos deseamos que la vida les sonría aunque Benjamin Black sea ferozmente realista y los obligue a llevar una vida mediocre.

Basta un olor, una mirada, un roce para que acudan a la memoria sucesos desordenados, «dedujo lo que estaba pensando ¿Qué clase de hombre pretendería olvidar su pena en una sala de disección? […] La muerte es un concepto abstracto. No es un acontecimiento de la vida […] Los que se quedan atrás son quienes sufren». En las reflexiones del narrador, introducidas bajo el punto de vista de cualquier personaje, intuimos a John Banville; es el autor quien, muy lentamente, hace que los lectores vayamos ordenando esos sucesos en una línea temporal, hasta poder concluir cuáles son los causantes del conflicto y cuál es la personalidad que acarrea cada uno de los implicados en la trama, «… así lo veía Strafford […] no le inquietaba. Los seres humanos se conocen muy poco entre sí […] Ni siquiera era seguro que ella lo hubiera abandonado. Sencillamente se había ido y hasta la fecha no había vuelto».

El autor experimenta con la escritura hasta que los pensamientos de algún protagonista se transforman en verdaderos monólogos interiores, que contienen la experiencia humana atemporal. La prosa se llena de detalles sensoriales, por lo que en todo momento se capta a la perfección el juicio de los personajes, «Se puso unos pantalones de pana y su vieja chaqueta de tweed con coderas de cuero […] Recordó la inmaculada chaqueta de loden de Wolfgang Kessler […] Al igual que Quirke estaba convencido de que Kessler era un farsante. Pero ¿qué tipo de farsante?».

Benjamín Black no abandona la función controladora que ejerce con maestría sobre los personajes, incidiendo en su propio discurso, para exponer las emociones que le sugieren los dos protagonistas y para reflexionar, con dureza, sobre la condición humana, «De igual modo podría haberse actuado contra los zurdos o los pelirrojos. La necedad humana no conocía límites».

Creo que hay que convenir con Black en que la raza humana, además de estúpida, es peligrosa.

Las hermanas Jacobs es una acusación implacable del odio atemporal y del rencor actual «—Conseguiremos la tierra. La tomaremos. Ya lo verá».

miércoles, 21 de febrero de 2024

YERRO

La última novela de Estela Melero Bermejo es íntima, puede que forme parte de esa literatura que sale de dentro y se nos muestra sin represión. La voz de Isaías sobresale a la tercera persona del narrador y nos lleva a lo oculto de los hogares, de las cocinas, de los grupos que, en secretos a voces, saben lo perteneciente a cada uno de sus componentes. No hay enigmas en el pueblo de Isaías. La falta de discreción es tan importante que incluso queda personificada, es otro personaje de Yerro: «El simple acto de apartar la cortina de tiras de plástico provoca que el estruendo del interior salga como buscando una escapatoria».

Esta novela corta es literatura que mira de dentro hacia fuera. Isaías relata, como en un diario, los sentimientos que surgen en él desde que regresa a su pueblo y rememora las experiencias de antaño, las que pertenecían a su yo más íntimo; «se terminaban las frases o las decían a la vez. Después, esa primera mirada de fuego, esa que a ambos les hizo arder».

Al enfrentarse a sus antiguos vecinos, acuden a su mente aspectos que quedaron en el olvido; de ahí el tono lírico, que los paralelismos de la autora resaltan, mientras Isaías busca el sentido de la vida cuestionando aquello con lo que se había identificado y consiguiendo, mediante la función apelativa de las interrogaciones retóricas, que los lectores también dudemos:


¿A quién debe fallar?

¿A quién va a fallar?

¿A quién va a elegir?

No vamos a encontrar héroes en Yerro, tampoco extensos diálogos, sí profundos y directos; no vamos a localizar detalladas descripciones de lugares, sí una naturaleza dominante desde el principio «Un viento frío y seco azota los girasoles con la rabia de quien ha estado encerrado un verano entero». Y por supuesto nuestra mirada acompaña a la sensualidad que Estela Melero ha depositado en sus personajes para que exploremos con ella la condición humana. La autora reflexiona sobre cómo el entorno influye en nuestra manera de pensar y actuar; cómo las situaciones determinan nuestra manera de sentir dejando aflorar el miedo al qué dirán en forma de ira, «dicha con ese asco, con esa furia, con esa falta de comprensión».

La maledicencia es otra de las ideas de Yerro. En los pueblos pequeños se criticaba, probablemente por aburrimiento, hasta llegar a difundir falsedades sobre otra persona. Era usual. La gente no se preocupaba por superarse pues las condiciones de vida eran duras y limitadas, así que había que hacer lo que fuera para destacar, para conseguir que otro fuese visto como inferior. Era una forma, algo infantil, de creerse mejor que los demás. Pero cuando no se es niño, las mentiras pueden marcar al que van dirigidas; tendemos a creer lo que oímos sin pararnos a reflexionar, a comprobar. Lamentablemente esta actitud llega hoy de forma descarada a algunos políticos que mienten, calumnian y difaman a los oponentes solo por sentirse superiores.

Pero este no es el tema. Estela Melero se ha quedado en el pueblo, en la vida opresora que llevan los habitantes de pequeñas villas que van viendo cómo desaparecen En este ambiente, el comentar los defectos de los demás causa una impresión de victoria que es falsa pues no nos hace sentirnos bien sino llenos de ira y rencor.

Isaías intentará cambiar, con amor, esa situación. Por eso no huye de sus sentimientos ni de la rabia de sus vecinos y demuestra que, a veces, un simple gesto puede cambiar ese afecto haciendo que, como en una cadena, se renueven hechos y pensamientos sin que se abandone del todo el tono nostálgico de la novela, «pero al llegar al café, es Blas quien se levanta y se ofrece, para sorpresa de todos. Pepita mira a su hijo».

Yerro es una novela corta en la que la inseguridad que se vive en los pueblos y la posición que ocupa la mujer en ellos es la idea principal; esta nos llevará, por supuesto, a la dureza a la que se enfrentan sus habitantes cada día, marcándolos con cierto resentimiento y resignación capaces de herirlos en cualquier momento. Todos adquieren un compromiso infranqueable con cargas y estereotipos. Vivir en un pueblo es algo parecido a tener una familia, no demasiado bien avenida, en la que todos quieren destacar, todos aspiran a la admiración, a ser vencedores. Es la envidia que aparece con el roce continuo cuando faltan alternativas a la situación establecida.

Isaías se enfrenta con dudas a su futuro hasta que decide, en una catarsis liberadora, pensar en su propio bienestar, dejar a un lado las habladurías, las críticas, para abrazar la vida que elige. Puede que la que había vivido hasta el presente no la hubiera seleccionado libremente sino llevado por las ansias de su madre de tener un hijo que fuera “alguien”.

La reflexión que el protagonista lleva a cabo en el pueblo es una terapia, como también parece que ha sido terapéutico para Estela Melero escribir Yerro, donde podemos intuirla en las reflexiones del narrador. También las reflexiones de Isaías están plagadas de memoria, recuerdos vividos que aparecen sin orden según señales que le llegan a través del oído, de la vista, del olfato. Asimismo Estela revive sensaciones de vacío o plenitud, mientras nos aleja o acerca a los hechos, consiguiendo establecer con el lector una función apelativa constante que deviene, tras la nostalgia y la reflexión, en una liberación. Nos creemos capaces de seguir nuestros sueños, nuestros deseos, sin importarnos el qué dirán.

Al leer Yerro nos sentimos bien y nos invade el presentimiento de que poco a poco todo puede cambiar, la vida opresiva, el juicio gratuito a los demás y la culpa callada que, por efecto de la adquisición o recuperación de la autoestima, desaparecerán.

miércoles, 14 de febrero de 2024

TRES ENIGMAS PARA LA ORGANIZACIÓN

Cuando la realidad sale a la luz en un conjunto de actos trastocados. Cuando no tenemos claro si el nombre de los personajes alude a su forma de ser. Cuando los juegos de palabras se multiplican hasta exprimir todo lo que puede dar de sí una escena. Cuando las situaciones devienen raudas en algo imposible. Cuando al leer ciertas páginas no podemos contener la carcajada y en la siguiente nos vemos calculando la dureza escondida, o no tanto, en las circunstancias, lo más probable es que tengamos entre manos una novela de Eduardo Mendoza. Es inigualable. Su prosa aun estando plagada de palabras cultas es para todos los públicos porque cualquiera de sus novelas consideradas de humor tiene varias lecturas, la que expone una bufonada, un absurdo; la que enarbola una crítica social y otra más íntima, que nos toca la fibra y hace que nos replanteemos muchas ideas que pensábamos firmes y, a lo mejor, se tambalean si hurgamos un poco en ellas «Todo lo que me cuentan los clientes no es más que un saco de frustraciones, indignación y resentimiento».

Tres enigmas para la organización es la última novela de este barcelonés que ha acumulado gran cantidad de premios a lo largo de su carrera y esperemos que continúe, porque no solo nos hace reír; al pensar en Sin noticias de Gurb, El rey recibe, El negociado del yin y el yangTransbordo en Moscúo en Tres enigmas para la organización nos invade un optimismo revitalizante, algo que pocos autores consiguen; no solo divertirte, Mendoza nos predispone a la bonhomía y a la felicidad.

El espíritu del ciudadano español está en los personajes-protagonistas, porque en esta novela todos los agentes “secretos” lo son. Sin tener medios, ni mucha idea, se lanzan a ayudar al prójimo y, de paso, investigan los tres enigmas que se les van planteando (o más). Por el camino van esparciendo, como si fueran menudencias sociales, el hambre, el desempleo, la ineficacia administrativa, la corrupción política y eclesiástica, la soledad…

La trama parece en principio redactada mediante el absurdo, caracterizado por contener ideas sarcásticas y disparatadas. Las acciones pueden parecer incongruentes «—Grassiela, ya sabes que no estoy […] No existo. Esto no es una oficina normal […] El carácter secreto de este recinto es nuestra máxima prioridad […] —Vaya pregunta. Si cada mañana se la tengo que recordar a José Mari, ve a la calle Valencia, a hacer de agente secreto». Pero una vez terminada la lectura encontramos un argumento, si no razonable, sí reflexivo, en el que lo irreverente no es sino la consecuencia de cuestionar la existencia humana tal como la conocemos y la vivimos, con incongruencias e injusticias políticas, morales y sociales; injusticias que se mantienen con el paso del tiempo, por eso los personajes no cambian su actitud a lo largo de la trama, por eso son representantes de estereotipos sociales, por eso no van a superar su situación personal, por eso interactúan con el medio de forma totalmente irracional. Ahí está la crítica de Eduardo Mendoza; casi cincuenta años escribiendo y aún no se ha cansado de denunciar porque en el fondo, el barcelonés, es un enamorado de Barcelona, de España, del planeta y un optimista ante la vida, «volverá el compañerismo a la hora de afrontar riesgos, de ayudarse mutuamente».

Cerca del Paseo de Gracia existe un local, secreto, que acoge una Organización secreta que se dedica a desagraviar a personas o investigar daños. A esta organización llega Marrullero Vicente, «—Así me llamo […] Vea la cédula de identidad […] Tengo otra a nombre de Buenaventura Adelantado», quien va a pasar a ser «el nuevo» por antonomasia.

El nuevo llega a tiempo de resolver, junto a sus veteranos compañeros: el jorobado, Grassiela, Pocorrabo, Buscabrega, Monososo, la Boni y el jefe, tres enigmas: un asesinato, una desaparición y el declive de una conservera. Por supuesto, cuentan con la ayuda inestimable del taxista y de Irina, además de otros personajes que van entrando poco a poco hasta formar una situación global hilarante que no deja títere con cabeza.

En el transcurso de las resoluciones aparece una crítica hacia nuestra sociedad, que sabe y consiente, con cierta actitud apática, la esclavitud, la trata de mujeres y de inmigrantes «atraídas por engaños […] huyendo de la guerra, del hambre, de matrimonios forzados […] expuestas a enfermedades y malos tratos por parte de organizaciones criminales y rufianes…»; Mendoza denuncia un mundo que vive en la urgencia, y otro que forma parte del fracaso connatural. En ambos falla la relación paternofilial; por falta de tiempo o por ignorancia se obvia la necesidad de contacto con sus progenitores que tienen los niños «su hijo nunca le ha contado lo que ahora cuenta sin cortapisas a una desconocida».

Eduardo Mendoza acusa a una ciudadanía que permite a jóvenes preparados trabajar de una manera precaria aun sabiendo que lo contrario redundaría no solo en el bienestar de los trabajadores sino, sobre todo, en el progreso social «A mí la policía y el hotel me traen sin cuidado y tanto si hago las cosas bien como si las hago mal, dentro de una semana me pondrán en la calle».

Delata a una sociedad que ya no se esconde para proclamar su odio a personas de otra raza, necesitadas, porque cree que sus integrantes son los elegidos, «No sé de dónde son. De Mauritania, diría yo, por la pinta. Gente obtusa, sin modales. Ahora encima, sin dinero».

Y en esta sociedad, que ya de por sí es una astracanada, el autor reflexiona con nostalgia sobre el paso del tiempo y la importancia de dejarse llevar por la alegría de la inocencia, pues al final «todo lo aprendido es inútil, toda experiencia es tardía y toda vida es de una vulgaridad sin paliativos».

Lo que no es vulgar es la persona de Eduardo Mendoza, mucho menos su pluma; gran conocedor de nuestra lengua, juega con ella como quiere, introduce metátesis en palabras, para escarnio de algunos funcionarios, «suspendido de una soga […] atada a una viga de madera. En el atestado dice “una higa”, pero sin duda se trata de un error tipográfico». Abundan también las ambigüedades, las evidencias humorísticamente revocadas, las expresiones sin atenuaciones ni eufemismos, «El jorobado dijo que prefería quedarse de pie. Una vez se había encaramado a un taburete alto como aquellos y, al bajar, se había ido de bruces». No hay piedad con los defectos ni con los que gestionan mal su trabajo «—Mire, dijo el agente, un tanto perplejo […] —Sólo por esta vez, voy a hacer la vista gorda».

Eduardo Mendoza es capaz de unir los hechos más disparatados utilizando de forma magistral términos cultos: escandallo, malevolencia, lacustre, alabeadas; expresiones vulgares: «tocándome el pirindolo», «Me han dao bien dao»; locuciones en desuso: «sin parar mientes»; palabras mal empleadas: «no estoy muy impuesto en el tema»; mezcla de coloquialismos y cientifismos: «¿no le parece fetén la injerencia? Todo ello, por supuesto, aludiendo al mismo tiempo a series populares «Los taxistas somos gente honrada» y a obras de grandes literatos «—¿Nunca gana? —preguntó él. —Sí —dijo ella […] ¿No has leído a Dostoievski?».

En fin, se me ocurre que, al igual que el innominado del psiquiátrico protagonizó una serie: El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas, La aventura del tocador de señoras, El enredo de la bolsa y la vida, El secreto de la modelo extraviada, nuestra Secreta Organización podría resolver muchos más interrogantes.

sábado, 3 de febrero de 2024

LA MUJER FUGITIVA

Leer a Alicia Giménez Bartlett supone mantener una sonrisa mientras las páginas se van tintando de diferentes tipos de negro. La lectura es tranquila, distendida; da tiempo a admirar la perfecta sintaxis, el acopio de matices que, sin alardes, introduce en la narración. Si vamos buscando esto al comenzar la novela no saldremos defraudados, al contrario, la ironía, en ocasiones imperceptible, se adueña de los comentarios y pensamientos de la protagonista. Tanto, que en ocasiones tenemos la impresión de que es la voz de la autora la que sobresale.

Me encanta Petra Delicado, no solo porque sea probablemente la primera inspectora de homicidios española, no solo porque el subinspector Fermín Garzón le muestre su fidelidad y apoyo una y otra vez por mucho que lo saque de sus casillas, no solo porque el tándem Delicado-Garzón dé juego desde el principio hasta el final y guste tanto que pocas parejas tendrán tanto éxito en televisión pues, no podía ser de otra manera, la saga se llevó a la pequeña pantalla y he de reconocer que cada vez que habla Fermín acude a mi mente Santiago Segura, creo que inmejorable en aquel papel.

Pues con esta buena disposición me dispuse a leer La mujer fugitiva , regalo de mi compañero Antonio, que espera paciente poder empezarlo él. No decepciona. Los lectores nos llevamos más de una sorpresa en una lectura que va enlazando la trama del trabajo policial con las vidas familiares de Petra y Fermín. En esta ocasión, una feria gastronómica ambulante en la que se degustan diferentes platos elaborados en las propias furgonetas, que sus propietarios utilizan como lugar de trabajo y domicilio, es el lugar en el que se ha cometido un crimen.

El cuerpo de Christophe Dufour yace sin vida en la furgoneta; presenta varias puñaladas, por lo que su compañero, Eduardo Castillo Montes, aparece como principal sospechoso. Pero lo que en un principio parece algo claro, se va oscureciendo con la falta de comunicación que había entre los dueños y socios de la food truck. El francés apenas hablaba, ni con Eduardo ni con el resto de los feriantes. Todo se complica con dos muertes más, que llevarán a una tercera cuando el comisario esté a punto de pasar los casos a otro departamento. Pero el final será sorprendente y, como no nos puede dejar así, esperamos que la siguiente entrega no se demore. Giménez Bartlett no puede abandonarnos con esta incertidumbre.

Está claro que la pareja Chris-Eduardo formaban un contrapunto increíble. Uno mujeriego, con ganas de disfrutar, el otro, depresivo, perdedor en todos los sentidos. Pero no podemos confiarnos, pocas cosas son como parecen y en todos sitios hay gente que ve lo que no debiera para conseguir hacer saltar las alarmas.

No quiero desvelar nada de la trama, pero sí aludiré al estilo de la autora. Alicia Giménez, fiel a sí misma, no abandona la ironía en sus personajes, tan fina que el humor está presente en todo momento, o casi, sin necesidad de emplear chistes. Es suficiente mezclar atractivamente expresiones coloquiales «—dijo con la inocencia de un niño de pecho. […] trasplantado a Barcelona desde tiempo inmemorial» con términos cultos que, a veces son científicos «que no ofendiera su ortodoxia lingüística» y otras forman similicadencias «lo prefería llorando a perorando».

Las traducciones que Petra hace de los coloquialismos de Garzón son impresionantes «…e intenta dar toda clase de detalles que no se le han pedido oculta algo. El bosque verborreico tapa el hallazgo concreto». Y sus deducciones son perfectamente acertadas «Descarte solo a los niños, Fermín, y no porque no tengan instintos asesinos, que cada vez van a más. Hay mujeres muy fuertes». No le falta razón a Petra, la fuerza de la mujer es comparable a la del hombre. Pero nuestra inspectora no necesita utilizarla. Se vale de su inteligencia, de la reflexión (y de la buena suerte) para descubrir al asesino aunque sea cuando está a punto de claudicar. La pareja de policías no son héroes, no aciertan a la primera, son un reflejo de la realidad, donde en ocasiones se atina antes y en otras después. Ambos son diferentes a la hora de ver la sociedad; Garzón hace gala de más prejuicios, es el prototipo de «mucha gente que vive en el Pleistoceno, créanme» y el prototipo de hombre primario que disfruta con lo básico: comer, «Aunque le pongan delante a la madre de todas las coliflores no le hinque el diente, se lo ruego» y sobre todo, preocuparse por poco más que su trabajo «¿Cómo se puede sacar la conclusión de que uno ya no quiere a su esposa porque no se interesa por unas putas cortinas?».

En fin, Garzón representa bastante bien al tópico machista, si bien en el fondo tiene gran corazón. Por el contrario, Petra hace gala de un feminismo acorde con la actualidad aunque no cabe duda de que fue pionera en valorar la inteligencia de la mujer. De hecho, sus expresiones están cubiertas de un lenguaje perfecto, cargado de latinismos, «se había largado sin decirme adiós “Sic transit gloria mundi”, pensé, y como era lo único que sabía de latín, no añadí nada más». Puede que no sepa demasiado latín pero es experta en ironizar sobre «nuestra querida y soleada España» burlándose de las expresiones cuyo significado no se corresponde con el significante: un momentito, un segundo, un ratito, ya está casi, pierda cuidado, no se preocupe,… Las expresiones vulgares conviven en armonía con las cultas «acabas con la picha hecha un lío, como dicen los clásicos […] La panda de saltimbanquis gastronómicos».

Giménez Bartlett es una maestra del uso del castellano y lo demuestra en una novela negra, donde el vocabulario culto no es frecuente, más aún cuando las expresiones soeces ocupan parte de los diálogos «algo lacerante», «el otro cabrón», «concitar verdadera atención» «y yo, qué coño sé». Las expresiones coloquiales están perfectamente traídas a la escena «A buenas horas mangas verdes». Los pareados humorísticos «Sin haberlo sospechado, una bronca me han echado» conviven con metáforas «¿Qué demonio tenía Marco en el imaginario mental?» y con sinécdoques «los plumillas sí rondaban a la poli» para dar fe del acierto de las frases populares «las prisas son malas consejeras». Todo es motivo de humor, incluso en los tópicos que acusan a los españoles de vagos, «cumpliendo con la sagrada obligación de todo trabajador español que conozca sus derechos: el café de las once en el bar». Con el humor más elegante y cáustico a la vez, la autora es capaz de llamar la atención sobre el funcionamiento de una sociedad que no avanza todo lo que debiera, obligando a los jóvenes a buscarse la vida con trabajos con los que no soñaban, como el matrimonio que vendía comida vegetariana «Elisenda era licenciada en sociología, Javier, químico».

También la relación de los clientes con los bancos se va convirtiendo en inexistente, provocando cierta deshumanización social, «todo funciona online. En realidad solo comprobamos […] impagos anteriores, fiscalidad adecuada…».

La rivalidad entre distintos cuerpos policiales es un espejo de la competencia que existe, en un afán por sobresalir sin importarnos los demás «Eso que todos negamos de boca para afuera resulta que existe de verdad». Y por supuesto, como responsable de todo esto queda la escasez de cultura, algo cada vez más habitual y mejor visto, «¿Por el hecho de que trabajes como funcionario de limpieza no puedes leer algún puto libro de vez en cuando, ver un programa cultural en la tele, comprar algún maldito periódico? No, fútbol, bar y noticias de cotillero, eso es lo que hay. ¡Vaya país de mierda el nuestro, Garzón».

Pues nada que añadir, larga vida a Petra Delicado.