Mi
última lectura la empecé de forma distinta a como la he terminado pues, si al
principio presagiaba una narración algo soez o de mal gusto, debido al título,
fui descubriendo en el estilo una manera de interpretar la realidad histórica
desde la deformación intencionada de varios elementos, que llevan
indiscutiblemente a la sonrisa, incluso a la risa abierta. El artilugio regio o la
conspiración de las pollas no es una novela que pueda leer con
facilidad cualquier lector, y no por el humor escatológico predecible debido al
título, sino porque el marcado sentido histórico se deja ver no solo en los
hechos sino en palabras, expresiones u objetos que ya no se utilizan y nos
obligan, a los menos avezados, a buscar en el diccionario, aunque a veces, es
cierto, el significado se adivina fácilmente por el contexto.
El
artilugio regio no fue ni más ni menos que un cojín circular, con un agujero en
el centro, para facilitar el coito a María Cristina cuando se casara con su tío
carnal Fernando VII. El tamaño descomunal del pene real es conocido, pero para
saber de sus estragos no es conveniente acudir a la historia, porque concluiríamos
que al rey Felón habría que haberlo llamado, según los cánones actuales, el
violador Felón; sí podemos ver un capítulo de la serie televisiva El ministerio del tiempo, que trató el
caso con humor, o leer la novela de Paco
F. Moriñigo, que también. Con su lectura nadie puede sentirse ofendido, ni
siquiera los descendientes de Fernando VII. El autor aprovecha todas las
posibilidades a su alcance para mostrarnos, en un espejo deformante, la imagen
cómica y a la vez tan acertada de la realidad del siglo XIX.
Términos
de la época, «calesa, landó, cálculo de
crujías, pechaba, ortos, lisura…» conviven con otros del baile «zamacuecas, postura en dehors», con
tecnicismos: «anorquítico, garlopa, zapa,
genuflexa, pensil, finta»; con símiles artísticos «suelo arlequinado», marineros «Prosíganse
las diligencias según los usos de la mar», con metáforas un tanto poéticas,
«Sus sentimientos navegaban ahora de
empopado sobre olas que él creía amainadas» o con un vocabulario culto,
específico, ya en desuso: «petimetre, pandemónium,
arquibanco, pingüe, fámulo».
El
estilo es impecable, no solo por el vocabulario utilizado sino porque las
descripciones son soberbias, desde las subjetivas —con las que refleja a la
perfección el estado de la situación o los sentimientos triunfales del
personaje, «El resto de la velada
transcurrió […] con pocas palabras y mucha ternura […] y además se trataba de
la viuda de su archienemigo»— a las objetivas, pero no del todo, porque los
modificadores oracionales aportan un plus de comicidad a la acción, «Afortunadamente para los amantes, la calle
aparecía desierta en toda su extensión y los curas ultramontanos no los
amenazaban con sus rezos expiatorios»; pasando, por supuesto, por la
etopeya caricaturesca «Lamarq completó un
paso de ballet ante el asombro de las monjas […] el hombrecillo estaba
exultante», por descripciones topográficas que inciden en la desigualdad
social «mientras el landó de los Owen
dejaba atrás fértiles vegas de Aranjuez para adentrarse en los secarrales de
Valdemoro», o por descripciones tan visuales que parecen el resultado de
una escena cinematográfica «Sin prisa,
con un movimiento pausado, lady Fricandoug abrió el abanico tirando de las
varillas finales».
Así,
a veces en serio, otras no tanto, Paco Moriñigo construye el retrato de una
España oprimida en la que los únicos que creían tener libertad eran los
integrantes de la corte y, por supuesto, la curia. El narrador testigo nos
cuenta los hechos desde una perspectiva aventajada que le permite ahondar en la
corte española cuando llegan embajadores franceses para llevar a cabo un
proyecto pretendidamente secreto, en la nunciatura, del que finalmente todos
hablarán excepto el nuncio que, aunque «sin
la más mínima duda debe estar al corriente de cuanto se maquina en su casa»,
no sabe nada, porque todo ha sido urdido por una comisión encabezada por
alguien con muchísimo interés en que, finalmente, tras tres matrimonios
malogrados, Fernando VII tenga descendencia. Está claro que la estirpe del rey
no era lo importante sino mantener como fuera los privilegios que, con otro
tipo de gobierno más liberal, perderían todos los cortesanos.
Así
pues, el eje de la trama, el futuro embarazo de la futura reina es la excusa
para reírse de una monarquía caduca ya en 1823, no en vano el ingenio circula
por casi todo el argumento, o con esa actitud lo viven algunos personajes
—la
maja, la de los pechos estrávicos y divergentes […] fue amante del rey José I y
la silla se la debió regalar en reconocimiento por los servicios prestados
—aventuró Theresa
—¡Menuda
racanería! —a Cándida le salió del alma.
El
meollo de la cuestión no es lo importante; da igual para la historia de España
el tamaño, forma o enfermedad de los genitales del rey, pero hay ciertos
episodios en El artilugio regio que
nos abren los ojos a las intrigas llevadas a cabo para boicotear al gobierno
español, anular los intereses de Francia y atenuar el desprecio que los
ingleses sentían por este país —o por su máximo gobernante— «Lo que pretende Macron de Medine […] que el
infante don Carlos no aceda al trono y que Francia pueda influir en un país a
cuyo rey le quedan pocos años de vida […] —Alguna ayudita había que ofrecerle a
ese viejo rijoso que tenéis como rey—».
Momentos
importantes en los que la opulencia y la sinrazón de la nobleza contrastaba con
la pobreza del pueblo. Frente a las numerosas fiestas, descripciones de
costumbres y diversas ocupaciones de la corte destacan las escasas escenas que
desempeñan los ciudadanos más necesitados, los trabajadores, y sin embargo son
significativas. La criada de Theresa, Lucrecia, protagoniza dos de estos
momentos que definen al pueblo español de la época: uno de ellos ha quedado,
para vergüenza de la historia, reflejado en las pinturas de uno de los más
grandes artistas españoles, Francisco de Goya, «figuras de los manolos, mendigos y personajes harapientos que desde lo
más alto de la cúpula imploraban la ayuda del santo. Se sentía más identificada
con aquellas pinturas que con cualquiera de las iglesias…»; el otro ha sido
planteado por el propio autor para reflexión de todos los que consideramos que
el avance de un país va en consonancia con la educación igualitaria de sus
habitantes, «—Yo no sé francés —se
justificó Lucrecia, cuya dificultad residía más en la comprensión de las letras
que en el idioma en que se ordenaban—».
La
multitud de personajes es un retrato fiel del numeroso elenco de cortesanos que, junto a los gobernantes de la Santa
Sede, se divertían y disfrutaban del dinero que le era escamoteado al pueblo «La corte de Madrid superaba con creces las
intrigas vaticanas».
Y
para mayor escarnio de la realeza, Moriñigo destaca en ocasiones las
filiaciones imposibles con las que satiriza la sangre real, «infanta de España, […] sobrina y cuñada del
rey y hermana de la futura reina, por lo que de nuevo, cuñada […] Luisa Carlota
es fruto de un cruce de sangres que no facilita la adecuada oxigenación del
cerebro».
Después de leer El artilugio regio me han quedado claras tres cosas, la primera es que el humor puede ser un vehículo excelente para tratar temas serios; la segunda es que no se pueden justificar actuaciones medievales en las que asumamos que una persona está por encima de cualquiera y la tercera, que hay periodos de nuestra historia que sería mejor disolver pero como no podemos, es más no debemos, de vez en cuando conviene leerlos, recordarlos y no repetirlos.