Es
curioso, pero he de confesar que en esta novela que acabo de leer he debido dar
más de una vuelta, las que ha querido el autor, para no despistarme sobre el
asunto de la trama. Deben ser los nombres parecidos, los reales mezclados con
los pseudónimos, las acciones similares, el ambiente familiar un tanto inusual,
el humor y la tristeza en un mismo episodio… En fin, Guillermo Martínez ha conseguido en una novela corta plantear entre
líneas una serie de cuestiones que nos mantienen en una constante reflexión. Y
no es que La última vez presente dificultades de lectura, todo lo
contrario: el ritmo es ágil, los diálogos coloquiales que salpican las
disquisiciones, bien a modo de citas bien como preguntas retóricas, consiguen
mantenernos alerta y expectantes por saber qué pasa en realidad.
La
historia, contada en presente, se refiere a un pasado no demasiado inmediato,
tampoco tan alejado para que algunos de los protagonistas implicados lo hayan
olvidado. Precisamente al sernos revelado como un testimonio los lectores no
tenemos dudas de que ocurrió en realidad. Y realmente a pesar de ser una
fantasía de Guillermo Martínez, lo que propone es tan evidente en nuestra
sociedad que podemos tomarlo como verdadero.
Un
joven y apreciado crítico literario argentino —llamémosle Merton, para no
desvelar su identidad—, famoso por analizar con gran acierto las obras
literarias que caen en sus manos, sin tener en cuenta la fama de los autores,
llega a ser tan respetado como temido en el ambiente cultural, tanto que es
contratado por un reputado diario nacional, de España, para que realice las
críticas de ese periódico y aporte si cabe más prestigio a la empresa. Pero
cuando ataca sin piedad la última novela de un encumbrado escritor, termina lo
que «Empezó así el año mirabilis de
Merton», y nuestro crítico es expulsado del periódico, del país, y bajo la
amenaza de que nunca encontrará trabajo: «su
honestidad a toda costa tenía algo de metal demasiado refulgente que dañaba la
vista y que era mejor mantener alejado».
El
joven Merton regresa a Argentina pero a los dos años recibe una carta de
—llamémosla— Nuria Monclús, la más reputada agente literaria catalana, de
renombre mundial, invitándolo a Barcelona para que valore, a petición del
propio autor, sobre la última novela del más célebre escritor argentino
—llamémosle A— quien desea que Merton le dé su opinión válida y sincera sobre
su obra. La esposa de A, Morgana, lo acoge en su casa y pone a su disposición
todo lo que tiene para que se encuentre cómodo. También la adolescente Mavi, hija
de A y Morgana, intenta agradarlo por todos los medios.
A
partir de aquí los lectores somos testigos de la lucha encubierta entre madre e
hija por recibir los favores del crítico quien, en realidad, se encuentra
bastante a gusto con la situación «Lo
miró con una sonrisita entre burlona y desafiante que a Merton le pareció una
copia quizá involuntaria del modo seductor de la madre, todavía sin los
suficientes ensayos, pero que aun así, reconoció, lograba sus propios efectos».
De
forma paralela, el crítico parece haber dado con lo que pretendía A, pero
circunstancias externas hacen que regrese a Argentina sin tener claro haber
acertado con su teoría.
Hay algo que indiscutiblemente llama la atención en La última vez y es la ironía implícita que rodea las constantes reflexiones que, sobre crítica literaria, han formulado distintos filósofos o filólogos, expuesta en un ambiente ampuloso, casi obsceno: «Subastas sangrientas de contratos millonarios, pases estruendosos de editoriales, fichajes clandestinos y aun intrigas amorosas que habían oficiado en esa misma mesa».
Aparecen
a menudo deliberaciones sobre el papel del lector, sobre la forma de leer.
¿Leemos lo que el autor tenía intención de reflejar o lo que nos forjamos en
nuestra mente al asociar los hechos a aquello que queda instalado en nuestra
memoria? ¿Tiene el lector un papel autónomo en el libro o queda influenciado
por lo que el autor deja entre líneas? ¿Actuamos los lectores según la
hipótesis de Adorno?: «En filosofía hay
que seguir diciendo, en contra de Wittgenstein, lo que no puede ser dicho».
Merton continúa investigando en la novela de A hasta creer descubrir aquello
que no aparece con palabras, aquello que queda como una marca de agua que no
hace sino aumentar la intriga sobre lo que es cierto o inventado en un
argumento, sobre hasta dónde un autor permanece reflejado en su personaje. A
partir de ahí, el crítico discurre sobre la escritura y su carácter lineal. El
signo lingüístico se desenvuelve en el tiempo por lo que no puede ser escrito
de forma simultánea. Sin embargo, al formarse una imagen en la mente del
lector, se convierte en un significante visual, completo, capaz de contener la
marca propia de un autor determinado.
Las
mismas palabras adquieren de esta forma significados totalmente distintos,
incluso opuestos, en diferentes escritores. La clave está en «reunir en la memoria lo leído al finalizar».
Este es el paso que damos los lectores para comprender La última vez, para distinguir entre la vida de A y su novela, para
diferenciar entre Donka y «el desfile
tragicómico de enfermeras contratadas para un profesor de filosofía en la hora
más desnuda de una enfermedad terminal», para que entre esas enfermeras
despunten Helga y Lila, «una chica
radiante […] Apenas la vio —y apenas sorprendió la mirada de rechazo y disgusto
de Helga cuando la hizo pasar—»; para que en realidad, no haya tanta
diferencia entre la verdad y la ficción, «quería
aclararte que esos favores están muy bien pagados, aunque él no se haya
enterado».
Los
lectores creemos averiguar, como también lo cree Merton, dónde está la clave de
la obra de A, solo porque hemos descubierto la relación entre Morgana y «una esposa muy joven», porque hemos
ubicado la relación entre Morgana, Mavi y Merton en paralelo a la que mantienen
Helga, Lila y A. Pero en realidad, todo se esfuma ante nuestros ojos porque es
inútil pretender la verdad absoluta cuando esta se difumina entre lo que
pensamos real «Historia de mi vida, de
Casanova» y lo que obviamos ficticio «La
conciencia de Zeno, de Svevo».
La última vez es una tragicomedia que ahonda en la
verdad relativa, la que exigimos socialmente pero castigamos cuando no nos
interesa, la que nos resulta grotesca en la ficción pero nos reconforta cuando
la aplicamos a nuestra vida, la que deseamos nos identifique pero nos frustra
cuanto nos la revelan.
Guillermo Martínez aboga por vivir cada momento y disfrutarlo, no esperar a llegar al final para entender lo sucedido, porque lo más seguro es que nos decepcionemos tras el razonamiento, seremos un «suicida lógico» al que «el suicidio, la supresión del yo, sería como disparar a un muerto».
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