Ya
he terminado la trilogía; en esta última entrega Arantza Portabales no da respiro al lector. Tampoco a los
protagonistas; por eso, precisamente, los lectores creemos que la tensión en la
que nos ha dejado, como quien no quiere la cosa, debe ser disuelta con un nuevo
título.
En El hombre que mató a Antía Morgade la culpa vuela por encima de los
personajes, de todos, incluso de los que creemos que no la tienen. Y es difícil
vivir con sentimiento de culpa porque conlleva rencor, ira, depresión,
ansiedad…, un cóctel incendiario capaz de destrozar lo que lo rodea sin que el
culpable sea consciente de la responsabilidad de sus actos, «se limitó a recibir nuestras condolencias,
sin sostenernos la mirada. Sé lo que piensa […] Nos culpa para evitar sentirse
ella culpable».
En
esta ocasión, un grupo de personas se reúne en Santiago después de veinte años
sin verse, para celebrar que Iago es un famoso biólogo y vuelve a España con un
futuro prometedor. Iago reserva una mesa en un restaurante al que irán Mónica,
que ha conseguido tener cierta fama como modelo e influencer en las redes sociales; Eva, casada y trabajadora en una
peluquería, Lito, drogadicto en proceso de rehabilitación; Xabi, conductor,
casado con Vanesa y Carlos, cantautor, amargado desde que se quedó solo en el
mundo.
En
realidad, todos formaron parte de una familia en un piso de acogida cuando eran
adolescentes. La familia, porque en realidad no tenían a nadie más. Carlos se
incorporó al grupo, con su hermana Antía, cuando murieron sus padres, sin ser
conscientes de que no iban precisamente al paraíso. En la casa de acogida,
Héctor, un trabajador, violaba a las chicas y las amenazaba para que no
hablasen.
Una
mañana encuentran a Antía muerta en el salón. Se había cortado las venas y sus
amigos pensaron que lo hizo por el miedo a quedarse sola en el piso, con
Héctor, cuando Carlos, a punto de cumplir la mayoría de edad, debería
abandonarlo para estudiar o buscar un trabajo. Para no perjudicar al programa
de acogida, todos callaron en el juicio contra Héctor, aunque este es
encarcelado por las acusaciones de otra chica. El grupo rehace su vida hasta
que dos décadas más tarde el violador sale de la cárcel y Iago pretende
recuperar la unidad familiar. En la cena de reencuentro, Xabi es asesinado. A
partir de ahí, los inspectores Santi Abad y Ana Barroso, junto al comisario
Álex Veiga deberán aclarar quién mató a Xabi y quién fue el culpable de la
muerte de Antía. Las cosas no van a resultar fáciles. Santi fue compañero de
colegio de Carlos y Iago, así que le costará trabajo mostrarse imparcial en el
caso y pondrá en peligro su participación. También Santi y Ana vuelven a
encontrarse tras pasar ella dos años estudiando Criminología en Ponferrada, «La distancia y el tiempo lo habían puesto
todo en su sitio. Se había acostumbrado a hablar con él a diario. […] Se
prometió a sí misma que sería mejor».
Durante
la investigación, verán que no todo es tan claro como parece; los personajes
ocultan datos, esconden sus verdaderos sentimientos, mienten por miedo. Antía
fue una niña atormentada, infeliz, de la que abusaron y a la que crearon un
remordimiento tal que no la dejó vivir hasta que terminó suicidándose «—Y en eso consiste una investigación
policial, en ir destruyendo esos estereotipos. En apartar lo superficial y
destruir la parte real que habita en cada uno de los sospechosos».
La
velada de reencuentro sirve para que los que quedan de esa familia desconfíen
unos de otros y, sobre todo, de un violador que a su vez desconfía de todos,
también se siente acorralado y tiene miedo. También por miedo pueden llegar a
cometerse actos atroces.
Los
protagonistas son personas que vienen de familias desestructuradas y tienen la
desgracia de formar una nueva familia también desestructurada. Si nos preguntamos
qué podría salir mal, está claro que la respuesta es evidente. Portabales da un
giro más de tuerca hasta introducirnos en un ambiente agresivo y desquiciante,
no solo para las víctimas, también para los verdugos y la policía, que debe
trabajar bajo triple presión, personal, profesional y mediática.
Los
personajes tienen perfiles diferentes: Mónica vive pendiente de su fama, ha
luchado por abrirse un futuro en los medios de comunicación y aprovecha
cualquier ocasión; Iago tiene un panorama de éxitos profesionales en la ciencia
y no quiere que ningún suceso empañe el prestigio que ha conseguido; Eva ha
logrado vivir tranquila con su marido, que le aporta estabilidad, algo que su
débil carácter agradece a pesar de haber deseado otra vida; Lito ha conseguido
tras años de adicción, estar más o menos limpio y dispuesto para afrontar un
futuro que le sonría, tampoco quiere verse envuelto en ningún escándalo por
miedo a ser expulsado del programa de inserción; Carlos ha conseguido actuar
expresando su aislamiento y su dolor. Todos, sin embargo, tienen un punto en
común, saben que el mal por el que pasaron lo llevan dentro a pesar de las
vicisitudes de cada uno. Todos sienten que no ha habido justicia para ellos y
todos intentan justificar cualquier degradación. La culpa los persigue, como a
Antía. Lo que tenemos que descubrir es si la culpa solo se puede expiar con la
muerte
—Esta
canción se titula “Malditas las ganas que tengo de olvidar.
Aplauden.
Hay que joderse.
Arantza Portabales dirige una mirada
inquisitiva a los poderes de la culpa, más fuertes que los del amor incluso, y es
capaz de transmitirlos en un thriller
que no ofrece sosiego. El lector cambia constantemente de sospechoso, como les
ocurre a los policías y como es habitual en la novela de la autora. Hasta la
última página no tendremos descanso, y ni aun así «—Pues nos encontrará esperándolo —afirmó Carlos, estrechándola aún más
fuerte y aguantándole a Iago la mirada—. Y esta vez estaremos todos juntos».
Los personajes se arrepienten de los
fallos cometidos pero no del todo, por lo que el remordimiento es cada vez mayor,
así que no pueden dejar atrás lo que pasó. El lector se va enterando poco a
poco y se va dando cuenta, despacio, de que no hay solución para ellos. El argumento
es triste, desolador, y la trama se va desarrollando a modo de tragedia griega.
En realidad están determinados por el destino, fueron personajes marginados que
poseen personalidades existencialistas. «Todos
deberíamos olvidar. Si es que eso es posible». Casi que la policía no
interviene, «no puede hacerlo»; solo
al final, el buen trabajo de los investigadores logrará despejar la verdad.
La estructura sigue la línea de Belleza roja y La vida secreta de Úrsula Bas:
capítulos cortos, unos narrados en tercera persona con diálogos insertos y
otros en primera persona donde la voz de un personaje reflexiona sobre lo que
es fundamental para él y para el caso. Aunque el lector no sea capaz de
relacionarlo todo. Interesante.
Sólo echo en falta observar un espacio más gallego, un carácter más gallego. Aunque sea algo tópico me gustarían más guiños a la tierra donde vive la autora. Veo Madrid en muchas novelas, así que no estaría mal encontrar algún término gallego además del “¡carallo!” cuando se enfadan los policías.