Llevaba
triste unos días. Era una sensación rara porque no era una tristeza personal
sino colectiva. Creo que es la primera vez que me ocurre. Me da pena nuestra
sociedad y me duele casi tanto como si algo se me borrara por dentro. Pienso en
Fausto. Oigo que cuando salgamos de esta pandemia, veremos el mundo de otra
manera, valoraremos la vida con otra escala porque nada será como antes. Creo
que no será así. Ojalá me equivoque; los fanáticos, los intransigentes, los
avariciosos querrán tenerlo todo de nuevo. Releo Fausto. No hay más que echar
un vistazo alrededor. Tenemos un gobierno que con apenas un mes de mandato se
vio envuelto en esta catástrofe sin precedentes. Lejos de lamentarse está dando
la cara desde el primer día, informando de lo bueno y lo malo, transmitiendo
ánimo para afrontarlo y también equivocándose, claro (errare humanum est). ¿Por qué se oyen tantas críticas destructivas,
tantos reproches, tantas quejas sin fundamento? ¿Dónde están las soluciones
propuestas por aquellos a los que todo les parece mal?, todos esos capitanes a posteriori. En ningún sitio. Nadie
tiene una solución rápida a algo sin precedentes, pero sí hay quienes quieren
sacar beneficios a costa de crear inseguridades, ansiedades, a costa de
derrocar y crear el caos para erigirse en los nuevos paladines (dueños),
aquellos que verán cómo aumentan sus fortunas, aquellos que no moverán un dedo
por nadie que no sean ellos mismos. Porque no lo movieron por la Sanidad en su
día, ni por la Educación, ni por el bienestar público y ahora, en plena
devastación exigen imposibles y prometen más imposibles todavía.
Sé
que es una entrada larga a la obra universal Fausto. Primera Parte,
del romántico Goethe, pero aunque no
lo parezca, la actitud de estos intransigentes me recuerda a la del mítico y
eminente doctor.
Ambos,
los intransigentes y los mitos, ejercen gran fuerza en nuestras conciencias
pues tienen aceptación popular. La aceptación de Fausto es evidente, desde que se forjó la leyenda a finales del XVI
hasta nuestros días ha habido personajes que venden su alma al diablo con tal
de saciar sus deseos, desde el Fausto de
Marlowe que, en 1588 no pasa de gastar bromas pueriles hasta la versión de
Goethe, en 1808, en la que el protagonista, para satisfacer sus ansias de saber
y poder, se recrea en un egocentrismo y soberbia absolutos,
Yo
imagen de Dios […] yo que me figuraba tener a mi alcance el espejo de la verdad
[…] yo que […] me veía en posesión de la luz y del esplendor celestial eterno
[…] yo que me pensaba saber qué cosa eran los placeres divinos […] yo que […]
derramaba mis fuerzas libres en las arterias de la naturaleza…
hasta
que se da cuenta de que es mortal, «No,
no soy igual a los dioses, bien lo veo!». Aun así no desespera, siempre
quiere más, aunque para ello deba destruir lo que hay a su alrededor.
Mefistófeles llega a sentirse impotente pues, haga lo que haga, todo se
normaliza con el tiempo. «Cuanto más me
esfuerzo en destruir el mundo, más chasqueado me quedo […] todo vuelve a su
estado normal».
Pero
Fausto continúa exigiendo imposibles; no le bastan mujeres, riquezas,
sabiduría… incluso quiere rejuvenecer de su propia vejez. Es verdad que ahora
hay métodos para ello al alcance de muchos, pero en el siglo XIX Goethe tuvo
que echar mano de lo evidente, así que un inocente diablo le aconseja «Salid al aire libre […] Manteneos de
alimentos simples […] no os desdeñéis de echar vos mismo abono en el campo que
cultivéis». Fausto, encolerizado le recrimina «La vida austera no se ha hecho para mí», a lo que con mucho
sentido del humor Mefistófeles dictamina, «Entonces
no queda otro recurso que la brujería».
Y de
esta manera, el diablo le concede la belleza de otro cuerpo; nada le falta a
este hombre insaciable hasta que Margarita, enamorada de él, consiente en dormir
a su madre para evitar la vigilancia y caer rendida en sus brazos. Fausto la
abandona, ella es encarcelada por provocar la muerte de su madre al administrarle
una sobredosis de la droga entregada por el amante. Tiene un hijo fruto de sus
desvaríos con Fausto-Enrique; la doble personalidad del enamorado consigue
volverla loca, ve que es cosa del demonio. Cuando Enrique acude a sacarla de la
cárcel, Margarita, horrorizada, lo rechaza con temor y después mata a su propio
hijo para evitar que el diablo retoñe en su pequeño. Margarita es ejecutada
como consecuencia de su acto sin ser consciente de que el diablo se reproduce
constantemente. Todos podemos invocar a las fuerzas del mal que llevamos dentro
cuando nos sentimos desilusionados. Todos podemos llegar a ser insensibles a la
destrucción. Ya lo advierte el propio Mefistófeles en el Prólogo cuando habla
con Dios, «Me compadezco de la miserable
vida que arrastran los hombres, y hasta valor me falta para atormentar a esa
pobre gente».
Y
eso somos, pobre gente que lo quiere todo, orden y tranquilidad a nuestro
alrededor, sin darnos cuenta de que al pensar solo en nuestra estabilidad, se
desnivela la balanza. Queremos riquezas aunque a veces el dinero no valga para
nada. Queremos un cuerpo sano aunque la medicina en ocasiones no pueda remediarnos.
Queremos protección en épocas inestables pero se la negamos a los demás.
Queremos eficacia pero coaccionamos los intentos de otros. Y vamos aumentando,
como Fausto, nuestra ambición sin límites, la insaciabilidad, el desprecio a lo
ajeno, creyéndonos inmortales. No lo somos. Hemos de llevar cuidado, podemos
enfadar a ese diablo servicial que se muestra solícito en demasía, «suplico a vuestra codicia que no os haga
perder a vos esos preciosos momentos, y a mí el trabajo» y conseguir que
nos deje a solas con nuestra culpa, solo permitiendo que revivamos eternamente
el desprecio que sentimos por los demás. Permitiendo solamente que vivamos con
nuestros demonios, como Fausto
MEFISTÓFELES.-
Ahora, sígueme.
(Desaparece con Fausto)