¿Qué
heredaremos de aquellos que ya no están? ¿Es tan importante una herencia para
solucionarnos esta vida que la intuimos pender de un hilo? ¡Por las diosas!
Tenía claro qué iba a comentar de esta novela y empiezo con preguntas retóricas
y una exclamación que, encima, no es mía sino de una de las protagonistas de Las herederas. Me ha encantado. Como el argumento. Como la trama. Como el
estilo. Acabo de descubrir a otra gran escritora. Aixa de la Cruz es increíble ¿Cómo puede escribir con esa madurez,
y tan bien, alguien tan joven? No quiero desvelar nada importante de la novela,
así que me limitaré a decir lo que avisa la contraportada e intentaré comentar,
en general los temas que aparecen.
Las
cuatro nietas de doña Carmen van a la casa de esta cuando ella se ha quitado la
vida en su bañera, cortándose las venas. Una semana después del suceso, una
vecina dio la alarma a la policía y transcurridos seis meses, Olivia, Nora,
Erica y Lis se dan cita en la casa del pueblo para ver qué harán con la
herencia. Olivia, la mayor, cardióloga, parece la más sensata y lleva la
intención de descubrir por qué su abuela, que tanto amaba la vida, se la ha
quitado. Su hermana Nora asiste al encuentro con el propósito de alquilar parte
de la vivienda a un amigo, para que la utilice como almacén de droga. Ambas son
hijas de Enrique, el difunto hijo de Carmen, muerto a los 40 años por un
infarto de miocardio. Lis, prima de estas, también acude aun sin haber superado
el terror que le provoca la casa, de donde una mañana de Navidad se la llevaron
a un psiquiátrico en el que ha estado encerrada seis meses. Y Erica llega con la
ilusión de reformar la finca para convertirla en un centro de contacto con la
naturaleza. Cuatro mujeres muy distintas, en un principio, que necesitarán
pasar esos días juntas para apreciar cuál es en realidad su legado.
La
novela de Aixa de la Cruz se sustenta sobre un eje: la mujer. Las herederas es la historia de cuatro
mujeres de una familia cuyas identidades, tan diferentes originalmente, se
reconstruyen en un espacio concreto: en casa de la abuela muerta y a través de
un tiempo atávico: la repetición de acciones heredadas de doña Carmen. Las
cuatro olvidan sus quehaceres tan dispares y se van acercando hasta descubrir
que todas han sido consecuentes con sus actos, aunque de sus comportamientos se
pudiera deducir lo contrario.
La
responsabilidad de Olivia la ha llevado a la obsesión excesiva por agradar,
algo parecido al enorme compromiso de Erica con la naturaleza y su confianza en
los demás; el compromiso de Nora ha desembocado en su anulación como persona al
engancharse a las drogas para rendir más; el mismo final ha conseguido Lis,
adicta a estupefacientes recetados para evitar renunciar a su hijo.
Leer
a de la Cruz es navegar por la autoconciencia y expresión femeninas; nos
encontramos con mujeres sujetas a la valoración externa que se han visto
privadas, por ello, de autonomía real. La forma de actuar de Olivia es fruto de
la culpa que la aprisiona; la de Erica deriva de la poca confianza en sí misma;
la de Nora es consecuencia de la falta de trabajo para poder vivir y la de Lis,
el resultado inequívoco de la relación con su marido.
Las
personalidades de todas están vinculadas al núcleo familiar, encarnado en doña
Carmen, aunque cada una reivindica su propia subjetividad. En Las herederas no existen identidades ni
la idea de encontrar una forma ejemplar de comportamiento femenino. Las cuatro
nietas rechazan los problemas psicológicos inherentes a la naturaleza de la mujer,
algo que desde siempre ha facilitado que se la considerase débil, enfermiza;
Lis fue diagnosticada como enferma mental una vez que se apartó del
comportamiento socialmente aceptado para la maternidad, «Una intuición dolorosa de que nunca nada es como se publicita ni,
mucho menos, como se ha imaginado».
El
lector se enfrenta, a través de las protagonistas, a las características que
imperan ahora en la sociedad y echa por tierra la homogeneización femenina y lo
roles asumidos: la locura unida a íntimas manifestaciones de los sentidos, la
falta de adaptación social, derivada de la falta de trabajo, que desemboca en
una lucha a costa de ir destrozando el cuerpo y la mente, el sentimiento innato
de la maternidad, la historia que marca nuestro día a día de adultas cuando el
origen reside en traumas infantiles agazapados en la mente y dispuestos a salir
en cualquier momento, la identidad sexual sin ningún tipo de innovación «…los niños la emprendieron contra ellas,
concretamente contra Olivia, a quien veían deambular con sus lecturas
voluminosas bajo el brazo y su corte de pelo masculino. Olivia la tortilla.
Olivia la tortilla».
En Las herederas encontramos nuevas
subjetividades, producto de expectativas, experiencias y modos particulares de
ver lo que nos rodea «creo que podemos
archivar la experiencia como si fuera un libro de biblioteca, para que no se
pierda para siempre. Le ponemos un código, un nombre específico, y así, cuando
lo oiga, podré acceder a ello».
Hay
algo paradójico en la novela que nos confunde, el amor entre las hermanas y el
odio entre ellas; el anhelo de un hijo, el rechazo a tenerlo y el miedo a
enfrentarse a él; el repudio a las drogas y la necesidad de consumirlas cuando
nos evaden, cuando queremos dar rienda suelta a nuestros deseos.
Al
leer Las herederas confundimos, a
veces, el realismo mágico, el surrealismo y la literatura fantástica «Olivia nos ha explicado que todas fuimos
alguien antes pero que, en general, lo olvidamos al nacer. Peter, es decir
Sebas, también lo había olvidado pero por algún motivo lo recordó de pronto en
navidades, mientras jugábamos al escondite. Y yo […] no fui capaz de entender.
Pensé que lo habían suplantado». Estas representaciones maravillosas están
integradas en la historia y así las percibimos, no tienen una explicación
racional; son los miedos a que el hijo no sea como esperamos, a que nuestro
razonamiento no funcione en consonancia con lo establecido. A través de estas
experiencias “metafóricas” de las cuatro primas estudiamos la realidad social
de la mujer y las ganas de difundir una serie de valores que revelan la verdad
interior, los sentimientos que se mantienen ocultos por miedo a que sean
tomados como absurdos.
Lis
tiene un problema en la relación con su marido. Olivia siempre ha tenido
problemas en sus relaciones de género y ambas lo solucionan mediante una
transformación simbólica, cuando recuerdan a la abuela y son capaces de
eliminar la culpa que las ha perseguido durante años.
Nora
tiene problemas con su jefe, que la amenaza constantemente con el trabajo.
También se ha anulado ante los sórdidos deseos de su novio. Erica se enfrenta a
una relación invisible, alguien la violó pero, al ser drogada, no recuerda quién
ni cómo, solo es consciente de la consecuencia.
En
la novela somos conscientes de que las características atribuidas al hombre son
diferentes a las de la mujer y claramente favorables al sexo masculino, que le
aportan autoridad, fuerza razón y libertad, mientras que lo femenino se traduce
en sumisión, debilidad, locura y ocultamiento.
Hemos
avanzado en materia de igualdad, pero el sistema patriarcal sigue ahí. Aixa de
la Cruz aboga por un mundo donde se equilibren estos valores, un mundo en el
que sea posible cambiar la realidad, «es
lo que habría hecho la abuela […] cuando era niña y oía voces. La realidad es
maleable; hay una interpretación posible para cada cuerpo; y es mejor cambiar
la realidad que alterar los cuerpos, porque estos son los que al final enferman».
Buscamos un mundo en el que sea posible la libertad, en el que no nos sintamos pertenecientes a nada ni a nadie, «No un lugar para morir sino un lugar de paso». Un mundo donde se reconcilien lo racional y lo emocional, la libertad y la responsabilidad; un mundo en el que la comprensión sustituya a la subordinación. Un mundo en el que los atributos de género se opongan al sexo, «se cruza con una adolescente de aire militar, musculoso y con la cabeza rapada […] rasgos familiares, eso sí, los ojos rasgados y una pelusa rojiza alrededor del cráneo […] —He visto a tu hijo y es perfecta».
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