Hay
personas que durante su vida anhelan saber más porque cuanto más saben mejor
comprenden a los demás, más facilidad tienen para convivir y, por lo tanto,
disfrutan más del día a día, son más felices. Y lo transmiten.
Creo
que es lo que le sucede a Irene Vallejo,
destila amor y felicidad. Y la contagia. Leer El infinito en un junco
es dar un paseo por la Historia para comprender la necesidad del hombre de
comunicarse con los demás, la necesidad de no olvidar lo que otros dijeron
antes que él y la necesidad de compartirlo.
Y así, haciendo gala de un humor exquisito, Irene Vallejo nos abre las puertas de la Historia. El lector asiste con absoluto placer a los comienzos del libro, a la dificultad de plasmar con símbolos, en la piedra, el papiro o el papel, los sonidos rítmicos que con tanta facilidad producimos, a la necesidad de hacerlo. Y queda admirado (una vez más) al descubrir que, gracias a la escritura, sabemos que los grandes hombres, y los despreciables, renacen cada cierto tiempo. La autora nos recuerda cómo hace 25 siglos Alejandro Magno ya concibió lo que hoy llamamos globalización a partir del helenismo. Esta empresa ha sido llevada a cabo en varias ocasiones a lo largo de la historia, pero por cuestiones políticas o religiosas se ha destruido otras tantas. Y puestos a aniquilar, lo pulverizamos todo.
Leyendo
El infinito en un junco razonamos las
consecuencias de destruir los libros escritos por filósofos, científicos,
lingüistas… La cultura de esa sociedad queda devastada, por lo que se impide a
quienes vengan después que la conozcan, es un atentado al propio ser humano.
Imagino a los habitantes de la antigua Alejandría o de Irak en 2015 al ver sus
tradiciones, sus pensamientos pisoteados, ninguneados, despreciados, quemados.
Porque luego presiento a la sociedad sin bases, analfabeta, que se levanta de
esas cenizas. Sospecho que volvemos a la Prehistoria aunque estemos rodeados de
tecnología y las armas no sean huesos de animales. Seguro que eso es el eterno
retorno. Pero también es cierto, que entre tanto odio (no encuentro otro
sentimiento que califique estos hechos) hay otro grupo de personas que
comienzan el ciclo de la vida y la convivencia.
Irene
Vallejo es una de ellas y sabe que la memoria está unida al proceso de la
escritura y la lectura.
Su
propia obra es una confirmación formal del eterno retorno. En el libro no importa
que la historia esté contada en riguroso orden cronológico, no afectan los
saltos en el tiempo, con lo que demuestra que el devenir es en realidad una red
de sucesos similares movidos por el afán de poder o saber, de alcanzar la
perfección. De lo que hemos de darnos cuenta es de que el saber lleva
irremediablemente al poder.
La
autora realiza un ensayo de opinión en el que mezcla documentos científicos con
anécdotas de la mitología, de algunos personajes de la historia o suyas
propias, con lo que, además de demostrar una valentía y generosidad envidiables
al abrirse a los demás, consigue una historia novelada llena de datos reales.
No hay que ser un experto filósofo para entender lo que expuso Platón, ni un
avezado filólogo para seguir a Aristóteles; cualquier lector que se asome a El infinito en un junco disfrutará de un
libro placentero de asequible lectura, pues una prosa apasionada envuelve las
aventuras de Alejandro Magno, Ptolomeo, Cleopatra, Aquiles, Ulises o Platón para
conformar un mundo clásico tan cercano al actual. El estilo sencillo, de
interesantes contenidos, es una muestra evidente de las ventajas de leer.
Vallejo
consigue algo parecido a lo que desearon los primeros bibliófilos, como
Alejandro o Ptolomeo y los primeros bibliotecarios, como Demetrio de Falero:
democratizar el conocimiento. Y esto define a una persona total.
En
el momento que alguien quiere ocultar el saber comienza imponerse la finalidad de
cualquier tiranía: poder manejar mentes ignorantes.
Es
este un libro más que recomendable, de hecho todos deberíamos leerlo porque
además de disfrutar enterándonos de sucesos increíbles, asistimos, mediante el
humor reflexivo y la ironía inteligente, al pasado. La autora nos ayuda a
conocernos mejor si miramos atrás y, por lo tanto, a darnos cuenta de que no
somos tan distintos, ni de los que viven a miles de kilómetros de nosotros, ni
de los que vivieron hace miles de años.
El
ensayo está dividido en dos partes: La primera, Grecia imagina el futuro, comienza contando cómo Alejandro, con
grandes ansias de poder quería conquistar el mundo, llegar hasta donde le había
dicho su maestro que estaba el final. «Aristóteles
le había enseñado que el extremo de la tierra se encontraba al otro lado de las
montañas del Hindu Kush». Es curioso que este rey de Macedonia, que también
se hizo con el poder de Grecia, Egipto, Media y Persia quisiera crear una
biblioteca universal, «otra forma
—simbólica, mental, pacífica— de poseer el mundo». La autora relata que
Alejandro recorrió las rutas de Asia sin separarse de La Iliada. Recuerdo que también Napoleón llevaba en sus campañas el Werther de Goethe. Y también Alfonso X
fundó, en el siglo XIII, algo parecido a la Biblioteca de Alejandría, la
Escuela de Traductores de Toledo… Aún a lo largo de la historia se repiten
hechos afortunados; en la Grecia Antigua, ya los copistas empezaron a dejar su
huella en los libros, según errores o alteraciones en los mensajes, lo que
provocó, en el siglo I a.C., que empezasen a aparecer críticos literarios. Otra
curiosidad (que nos define) es cómo desde el comienzo de la humanidad, hemos «preferido ignorar que el progreso y la
belleza incluyen dolor y violencia»; Irene Vallejo recuerda bellísimos
ejemplares de blancos pergaminos, «vitelas»,
sacados de crías recién nacidas del ganado o incluso de «embriones abortados en el seno de su madre» (¡Qué poco hemos
avanzado!). Curiosidades sobre la enseñanza de la escritura, la aparición de
los libreros, el primer loco que lleva a cabo una matanza en una escuela del
492 a.C., la labor de Hesíodo en el 700 a.C. anunciando lo que en el siglo XX
se consideraría poesía social… Somos testigos de cientos de curiosidades
relacionadas con los libros a lo largo de la historia, porque un hecho nos trae
a la memoria otro anterior o posterior; el papel casi humillante de las
bibliotecarias, hasta la época franquista incluso, fue evidente. Y observamos,
complacidos, los agradecimientos de la autora a su madre por leerle todas las
noches antes de dormir, a su profesora de Griego por saber escuchar y enseñarla
a descubrir situaciones poco agradables, de acoso incluso, de las que podía
evadirse leyendo. No hay rencor en la prosa de Vallejo ante tanto horror, hay
asombro, algo de sarcasmo y mucha empatía, sensaciones que todos podemos
experimentar a través de la lectura, pues ayuda a imaginar un mundo mejor, a
tener un salvavidas espiritual en circunstancias difíciles y a evadirnos de
ciertos contextos tóxicos. Vallejo es consciente de estas realidades y las
denuncia, «La violencia entre los niños,
entre los adolescentes, se desarrolla protegida por una barrera de silencio
turbio».
La
segunda parte, Los caminos de Roma,
comienza con la fundación de la ciudad (con tres episodios infames, el
fratricidio de Rómulo, llenar la aldea de maleantes y la violación masiva de
las mujeres de los alrededores para poder tener habitantes. Otra curiosidad,
Rómulo emprende su andadura de forma parecida a Alejandro, quien «decidió (en Susa) celebrar una fiesta grandiosa […] bodas colectivas».
Asimismo
Roma llega a convertirse en un verdadero adalid de la cultura al engrandecer la
Biblioteca. Y también le debemos mucho a este imperio, Virgilio se instalará
ente nosotros en la narrativa de viajes y aprenderemos de la sátira de Marcial.
Nuestra escritura adoptará los signos romanos y nuestras tradiciones sus costumbres.
Porque la historia del hombre está construida con elementos vergonzantes y
otros que enaltecen. Somos contradictorios, de ahí que Vallejo nos recuerde —siempre
desde el buen humor, la cordialidad y el razonamiento— la paradoja de
personajes tan influyentes como el propio Séneca, ridiculizado en la sociedad
del siglo I por defender sus ideas de moralidad intachable mientras «administraba negocios con métodos de
capitalista desenfrenado», y sin embargo le debemos aún hoy uno de los
pensamientos más inquietantes que rigen las sociedades modernas, pues en sus Epístolas a Lucilio se adelanta a la
actualidad denunciando que es normal
y efectivo que el estado castigue homicidios individuales mientras en «las guerras […] la violencia se ejerce
mediante decisiones del Senado y decretos de la plebe».
El infinito en un junco es un homenaje, como pocos se han hecho, al Mundo Antiguo y por similitud, a la Historia de la Humanidad. En ella nos vemos reflejados, aprendemos de sus errores, evolucionamos sus aciertos y nos damos cuenta de que repetimos los hechos, «de los burdeles romanos a la trata de mujeres en el presente». Pero nada de esto sabríamos sin la escritura porque de todos es sabido que la memoria es efímera e irregular (Verba volant, scrīpta mānent).
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