He de reconocer que en
casa me encontré de pronto con este libro que no recordaba tener, es de esos
que compras porque al autor le han dado un premio, forma parte de una trilogía
y dices, pues voy a por la primera. Y así es como Una madre descansaba en
un estante durante mucho tiempo, hasta que me di cuenta de que no lo había
leído. Al principio me gustó, la lectura es rápida, ágil y salpicada de humor
irónico «—Hay que ver, desde que sabes
que solo tienes un sesenta y cuatro por ciento de discapacidad (visual) te has vuelto muy observadora, mamá».
Pero de pronto, se descontrola y me desconcierta; no sé si Amalia, la madre de
Emma, Silvia y Fernando, con 65 años está enferma, con demencia senil, o tiene
un coeficiente intelectual muy bajo. No encontraba normal que todo fueran
risitas «ji ji ji», que cada vez que
intentase llevar a cabo una acción deshiciese el conjunto de lo que tenía a su
alrededor y que no afrontase con seriedad los problemas, graves problemas, por
los que estaban pasando sus hijos.
Hasta que en el libro
tercero, Alejandro Palomas divide la
novela en cuatro libros y estos a su vez en capítulos, me di cuenta de que
Amalia no padecía ninguno de dichos contratiempos, al menos no tan serios como
yo creí reconocer en un principio (exceptuando su deficiencia visual, claro).
Amalia es una mujer que tuvo la mala suerte, como muchas de su edad, de topar
con un marido autoritario, egoísta, de los que se querían sólo a sí mismos y
que les hizo la vida imposible a ella y a sus tres hijos hasta que los dejó,
como cualquier parásito, llenos de deudas y sin dinero. Uno de tantos machos
que proliferaban en la España de mediados del XX y a los que su familia no
podía replicar; como Amalia no trabajaba fuera de casa, se acostumbró a darle
la razón en todo para después, sin apenas ser vista, intentar colmar a sus
hijos con el amor que les faltaba de su padre. Paradójicamente cuando él se va
de casa, Amalia empieza a vivir, a salir adelante con lo poco que le ha quedado
y a intentar seguir protegiendo a sus hijos, quienes, por otro lado, al vivir
una infancia y juventud con miedo, se resquebrajan al menor contratiempo.
Amalia estará ahí con
ellos y, aunque parezca que son los hijos los padres de Amalia, el día de Noche
Vieja consigue reunir a toda la familia que le queda y la ayuda a hablar,
arreglando a su manera, peculiar, los obstáculos que a todos les impiden llevar
una vida normal. Y digo a su manera, porque es difícil deshacerse de trastornos
mentales, de golpes que te va dando la vida
—Sí mamá –dice Silvia con voz triste–.
De oírte tantas burradas y tener que estar vigilándote continuamente, siempre
detrás de ti para que no hagas alguna de las tuyas, como si nosotros fuéramos
la madre y tú la hija […] Agota ¿sabes? Te juro que agota
La familia, de clase
media, queda en la ruina al desaparecer el padre con lo que hay en el banco y
conseguir que su mujer firme el divorcio con unas condiciones de absoluta
indefensión para ella; pero Amalia subsistirá en un piso diminuto. Y no sólo
ella, su hijo Fernando aparecerá por allí un día, con su gran danés, Max, para
quedarse al no poder soportar la soledad cuando su novio lo abandona
…desde que las cosas —las mías— se
torcieron y la música empezó a sonar mal, fuera de tono, fuera de todo. Desde
que, en mi deseo de enderezarme, me adentré por un camino que tomé por un atajo
y que al poco se reveló un callejón sin salida.
Por otro lado, Emma, a
pesar de mantener una relación fantástica con Olga, su pareja, no consigue
olvidar a Sara, «La herida de Emma se
llama Sara», aquella que la dejó el día en que iban a comprar un piso para
empezar una nueva vida; y Silvia, la mayor, aparentemente una mujer casada y
con éxito laboral, se queda sin trabajo, pues la echan —la crisis, ya se sabe—,
y sin marido, pues se va a su país de origen.
Por si no constituyeran
ya la familia más infortunada del mundo aparece el tío Eduardo, otro
acomplejado por la soledad que arrastra toda su vida y que intenta subsanar con
jovencitas, cual típico donjuán español desde tiempos inmemoriales, un donjuán
de bastante edad, penoso, que sólo consigue chicas de lo más extraño
socialmente, chicas de bajos fondos cuya única intención es divertirse con él
hasta cansarse, cuando se presente otro en mejores condiciones.
Pues sí, no encuentro una
familia en peores circunstancias. Por primera vez, desde que Amalia se
divorció, dos años antes, todos se reúnen en la minicasa, los cinco, más otra
silla reservada para aquellos fantasmas que ya no están presentes pero inciden
en sus vidas y los dos perros, el de Fernando, enorme y el de Amalia,
pequeñito. ¿Cómo caben? pues apretados. Lo que está claro es que ya el espacio
deja poco lugar a la acción, por lo que la novela es un diálogo entre ellos, la
mayoría de veces para “enfadarse” con la madre que dice un sinsentido tras otro,
en ocasiones con expresiones realmente humorísticas «llevo días con la sensación de que esta noche vamos a tener más de una
sorpresa […] Es como una vibración…mmm… holística, hijo ¿Tú no la notas? “Ho…lística”
He podido contener una carcajada pero no he conseguido morderme a tiempo la
lengua.».
Y en otras ocasiones para
echarse en cara aquello que llevan dentro durante tiempo sin dejarlo salir «—Y de tus locuras –vuelve a la carga
Silvia– De que nunca hagas caso de nada y de tener que correr luego a
solucionarte las papeletas…»
Estos diálogos van
salpicados con analepsis, mediante las que nos enteramos, por un narrador en
primera persona, normalmente Fernando, de todo aquello que las conversaciones
dejan a medias, porque todas están expresadas en lenguaje oral-coloquial, en el
que tienen cabida frases inacabadas que se dan por sabidas entre ellos, o
palabras que aluden a hechos pretéritos, por lo mismo.
Así pues las analepsis se
agradecen a pesar de que en la mayoría de casos no son imprescindibles; el
lector es capaz de entenderlo por el contexto. Este es el mayor problema, si se
le puede llamar así, que le veo a la novela; no hay sorpresas. A pesar de los
saltos en el tiempo el argumento es bastante lineal, sencillo… Los personajes
son algo tópicos, la trabajadora incansable, responsable, dura, que todo se lo
echa a la espalda hasta que no puede más, y los traumatizados por diferentes
ausencias de sus parejas. Y como tópico mayor, una madre que, simplemente
hablando –en una o dos ocasiones con sentido– es capaz de hacerles ver a todos
que en la vida hay que tener esperanza y alegría.
No sé, algo rechina en
todo esto que no me resulta creíble, quedan asuntos por resolver. ¿Por qué Emma
es quien deja su trabajo para dedicarse a la granja? ¿No le gustaba la
enseñanza? ¿Decide escapar del mundo?
—Alquilaremos habitaciones y yo me
encargaré del mantenimiento de la casa –dijo.
Mamá parpadeó y frunció el ceño.
—¿Y qué pasa con el instituto, hija?
–preguntó– ¿Vas a pedir traslado o […]
—No –la interrumpió, sin dejar de
sonreír. Y luego–: He pedido una excedencia…
¿Por qué Amalia necesita
tener a su madre a su lado para que solucione sus angustias, y sus hijos
aceptan este remedio para ellos mismos como algo posible? ¿Por qué esos hijos
no están pendientes de su madre, casi ciega y con la mentalidad de una niña, y
la dejan vivir sola?
“—Hay una rumana con tres dientes de
oro y una BlackBerry con cristales de Swarovsky limpiando en
casa de mamá. No sé si llamar a la policía o a un psiquiatra de urgencias para
que venga y la electrocute de una vez” […] nos dio mucho que pensar, más que
temer […]
—Ah, pues qué raro –dijo Eugenia–. Es
que como hay un camión delante del portal y están sacando todos tus muebles por
la ventana…
Es cierto que todos los
personajes sufren y se guardan ese sufrimiento para ellos, es cierto que
deberían haberlo hablado en su momento, pero precisamente por estar tan
enquistado el dolor, veo un desenlace demasiado simple e irreal… claro que es
ficción y, sin embargo, el autor pretende exponer una situación real. Puede que
lo sea, que yo esté equivocada, pero normalmente en la realidad las cosas
acabarían de otra forma.
…en silencio, con mamá abrazada a
Silvia por detrás mientras al otro lado de la mesa, junto a la Silla de los
Ausentes, Emma acaricia distraídamente el brazo de Olga […] Max deja escapar un
suspiro de sueño que se expande por el salón como una ola pequeña.
La estructura es de
novela psicológica, aunque profundice poco en la mente de los personajes;
podría ser llevada al teatro con absoluta precisión cambiando algún diálogo en
el que se expusiera la analepsis correspondiente con algo más de claridad en las
réplicas. Sin dificultad. Porque hemos de reconocer que los detalles abundan,
son exhaustivos, no dejamos de enterarnos de nada de las causas por las que
llegan a ese estado; las consecuencias son algo más irreales, a no ser que la
intención de Alejandro Palomas no fuera ésta, exponer las consecuencias de una
vida traumática, sino conseguir emociones en el lector, risas, llantos,
alegrías y esperanza, aunque sea a costa de que queden instaladas en la
superficie. Creo que la novela, algo moralista, es más adecuada para un público
joven, más dado a soñar con imposibles y a empaparse de buenos valores. Por mi
parte, mi subconsciente se rebela ante determinadas circunstancias porque me
doy cuenta de que si algo se enquista en una persona no desaparecerá sólo con
una conversación, puede servir de bálsamo momentáneo pero la solución, si
llega, es con otros medios; tanta ternura, tanto histrionismo no sirven como
único remedio para unos personajes apaleados por la vida hasta dejarlos casi en
la insolvencia.
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