A
veces nos preguntamos si lo que ocurre a nuestro alrededor es real, de tan
asombroso que nos parece. A veces pensamos que nuestra vida es rutinaria y anhelamos
la que experimentan otros. A veces no somos conscientes de que la misma
realidad puede ser vivida de muchas maneras. Otras veces, siempre, podemos
transformar esa realidad con la imaginación y escribir un relato, una novela
interesante o divertida o inteligente o delirante.
Esto
es lo que consigue Juan Pablo Villalobos
con Peluquería
y letras, contar un día de su vida mientras reflexiona sobre el proceso
de la escritura, sobre los miedos que nos invaden, sobre cómo nos comportamos
ante imprevistos, sobre las posibilidades de las redes sociales o sobre la
importancia que concedemos a asuntos tan banales que, como los grupos de
whatsapp escolares, son capaces de afectar a nuestras obligaciones.
El
mundo que nos rodea puede ser totalmente aburrido o convertirse en un loco
disparate. El autor, además de hacernos reflexionar sobre las cuestiones significativas
mencionadas antes, consigue que el lector pase un rato divertido con una novela
de 100 páginas, perfectamente estructurada dentro del caos que supone su vida.
El
protagonista, Juan Pablo Villalobos Alva, nos presenta veladamente a su
familia, la brasileira, el adolescente y la niña; al mismo tiempo, narrador en
primera persona, es capaz de escribir una historia excéntrica con solo observar
su entorno, una novela experimental, igual que su vida: «¿Qué íbamos a hacer luego, cuando los estudios y la beca se
terminaran? Como no teníamos ni idea, decidimos tener un hijo». El autor se
decide en la realidad ante varias posibilidades y marca a su vez los límites de
la autoficción que estarán, como bien apunta con humor, en la manera de
presentar las palabras, incidiendo con esto en la importancia que adquiere la
sintaxis: «voy a escribir sobre nosotros
[…] de una idea, de una forma, de la forma de una idea, de la idea de una
forma, algo así».
Villalobos
advierte en varias ocasiones de la importancia de tejer literatura y
cotidianeidad en lo absurdo ficticio, por eso el lector debe estar atento al
orden de las palabras, porque pueden decirnos más de lo que aparentan, para
ello no faltan guiños a técnicas y a otros escritores, así, el autor se hace
eco de lo que Hemingway expuso sobre lo que debería reflejar una historia,
aunque él no olvida, por supuesto, la ironía, «por debajo de toda historia había una segunda historia […] la parte
del iceberg que estaba debajo del agua […] pero por lo visto la literatura se encontró
en todas partes, hasta en mi recto». Asimismo nos viene a la mente el
efecto magdalena de Proust cuando encontramos la asociación cerebral que surge
en Juan Pablo Villalobos al entrar en el restaurante, «poco a poco, con los primeros tragos de cerveza, el efecto endorfínico
del aguacate […] me fui poniendo sentimental». Y no cabe duda de que el
humor de Chejov está presente, con su cuento En la barbería, cuando el protagonista debe salir aprisa, con un
corte de pelo a medias, de la nueva peluquería, «apareció mi expeluquero […] Se llevó la mano a la boca, como para
simular sorpresa u ocultar su sonrisa».
En
fin, creo que Peluquería y letras es metaliteratura de la buena; aunque no se
nombren, sus reflexiones sobre literatura en general: «Me paré a buscar qué tono narrativo […] debería asumir en mi respuesta
y dudé entre el cinismo, la perplejidad, la ofensa o el insulto», o la
consideración particular sobre las diferentes historias que puede tener un
suceso, nos acercan a algunas de las tesis sobre el cuento de Ricardo Piglia.
Y, aunque no aluda a nuestro premio Miguel de Cervantes, los personajes
secundarios disparatados que aparecen, como la peluquera, el ecuatoriano o las
recepcionistas de la clínica de gastroentereología son dignos del más puro Eduardo
Mendoza; también ayuda que todo suceda en Barcelona.
Al
leer Peluquería y letras nos invade
desde la primera página la felicidad; es raro encontrarnos con las vicisitudes
diarias de una persona que es feliz, y la familia de Villalobos lo es, o al menos
así lo percibe el narrador-autor; la relación que puede establecerse entre
ellos es la contraria a la que critica, a la existente en ciertas revistas de
moda «El viejo problema entre forma y
fondo», porque Juan Pablo autor entabla con Juan Pablo protagonista una
relación en la que la inteligencia de uno traslada al otro el sentido del humor
y entre ambos aportan al lector cierta actividad neuronal que produce una
predisposición a la felicidad, desde la primera página, necesaria para vivir;
la felicidad no es un estado pero podemos encontrar «las condiciones de la felicidad», a pesar del miedo a las
enfermedades o a la muerte, sacando siempre lo positivo de cualquier situación.
El
positivismo del mexicano llega incluso a las redes sociales porque, sorpresivamente,
le ayudan a mejorar su prestigio como escritor y su credibilidad como persona,
aunque sea a causa de un malentendido.
La
ironía es pensar que la sociedad global presta más atención a cualquier
aplicación del móvil que al esfuerzo personal o al trabajo que un individuo
viene ejecutando a diario, lo que despierta en nosotros otra reflexión, ¿hasta
dónde podemos tomar en serio lo que consideramos éxito? ¿Quiénes son realmente
famosos? ¿Hay méritos para obtener la fama?
Juan
Pablo Villalobos lo deja claro en esta novela en la que la mezcla de realidad y
literatura es tal que borra los límites de cada uno. Podemos jugar con la
realidad para experimentar nuevas formas de escribir, también podemos jugar con
la escritura para reflejar diferentes realidades «—Pasa pasa —me ordenó, enérgico y sin pausa, como si defendiera la
ausencia de coma ante el corrector de estilo». Y, por supuesto, la vida y
la literatura podrán tener diferentes finales pero hasta que no lleguen
tendremos la posibilidad de afrontarlos con cierta fanfarronería.
En
cien páginas, Villalobos ha escrito una novela corta y una obra mayor. Una obra
en la que no hay necesidad de profundizar en las apreciaciones para que sean
evidentes, una obra que nos transporta al conflicto sin que esté. Una obra en
la que, ante todo, lo más importante es la familia como principal condicionante
de la felicidad.
La novela comienza al principio del día, durante el desayuno y termina en la cena familiar. El resto del tiempo es magia, la que despliega el autor mientras «escribes de una cosa aunque en realidad estás hablando de otra». El resto del tiempo es literatura, y de la buena.
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