Hay
cosas que, como profesora, llegan muy adentro. Tener una buena alumna. Que sea
muy buena persona. Formar parte del elenco en la representación de Malas y que resulte un éxito. Disfrutar
de ratos hablando sobre temas diversos. Comentar ante un café cómo va la vida,
ya en la Universidad. Todas estas experiencias las he vivido con Aida, pero
además, el 5 de junio me enseñó su primera novela. La Rana verde. Con veinte
años ha escrito una novela profunda, difícil. Una novela que se desarrolla en
una Cartagena, o en los barrios de esta ciudad, que apenas queda descrita
porque lo que importa es La Rana verde, un local de copas y alterne por el que
los personajes, allá en la década de los 70, se mueven al compás de Ray
Charles, Van Morrison, The Rolling Stones, Cat Stevens… Los grandes de la
música entran a formar parte de la historia.
La novela
está dividida en tres partes desiguales. La primera, compuesta por 53
apartados, bastante cortos, alude a otras tantas canciones o iconos de la
música Rock. La segunda parte hace referencia al siglo XXI, han pasado 40 años
y el lector participa de los cambios que han tenido lugar en las vidas de
Arturo, Amalia, Paco o María. Las drogas, el alcohol, los reproches, la culpa y
el rencor han ido minando a unos seres que de alguna manera no están
supeditados a la realidad «Contemplemos,
por instante, su extensa inocencia. Sí, por delicadeza perdería la vida».
La
tercera parte, sin divisiones, muy corta, es una reflexión sobre el proceso de
creación de un artista, «tiró uno a uno
los cigarros que quemaba, las fotografías que se rompieron […] los recuerdos ahogados
en canciones y en café […] ¡Adelante!, llegó al final». Eric Clapton le
recuerda a un autor metaliterario que nadie se va a desvanecer; todos los
personajes quedarán en su memoria y, por supuesto, en la del lector que asiste,
asombrado, a este Bell Botton Blues.
Asombrado, a pesar de que antes haya cruzado por nuestra mente la posibilidad
de estar ante una nivola unamuniana, en la que los personajes, disconformes,
hablan con su autor, «Te mato, y me mato.
Sin ti, Arturo Román no existe, al igual que tú no podrías existir con él».
Aida Isabel Arce no escribe una nivola. Su madurez
extraordinaria la ha hecho capaz de aportar un giro cultural a las letras. Las
palabras se interrelacionan para formar una estructura compleja, una red de
situaciones y estrategias vividas fuera de toda norma en las que se unen
personajes reales y ficticios, lugares internos que pueblan la memoria para
competir con los que nos rodean, realidades diferentes que transforman la
personalidad de los protagonistas en un cúmulo de contradicciones.
Arturo,
Paco, Amalia, se cuestionan normas morales que se desvanecen pronto para
aparecer de nuevo en cualquier momento. Son personajes atormentados, malditos, creados
para dañar lo que tocan al ritmo de blues, de la cadencia lírica de la poesía o
de los recursos literarios narrativos.
Está
claro que, a pesar de ser una novela intimista el humor se asoma en ocasiones
mediante la animalización, simplemente para mostrar una reacción distanciadora
del narrador frente a la penosa situación que establece en las relaciones humanas,
«ante la mirada atenta de algún cansado
gato callejero que se convencía de querer escucharlas».
Las
repeticiones se multiplican; en ocasiones encontramos el grado superlativo como
introductor de la hipérbole y la anáfora para reafirmar los sentimientos que el
propio narrador le atribuye al personaje, al tiempo que emplea estos recursos
para viajar a un pasado que intenta descartar las posibilidades actuales, «Sus labios eran de un carmín sobresaliente
y se movían brillantes, ansiosos, gruesos… y tanto había crecido, tanto habían
crecido […] era ella, tenía que serlo…».
A
veces la narración pasa a primera persona dejando al personaje que se exprese
libremente, dejando que las asociaciones caóticas que pueblan su pensamiento le
sirvan de vehículo para organizar sus ideas. El lector se enfrenta a alguien
despojado de cualquier convencionalismo social, alguien que puede retroceder por
momentos al pasado para ofrecernos su caos ordenado «ya no me queda nada, ni mucho, ni poco, ni familia […] Creo que
debería dejar de fumar y la verdad es que es bastante gratificante darse cuenta
de la lejanía de los edificios».
A
través de la sinestesia vincula con facilidad sensaciones internas a algún
sentido físico. Las aliteraciones y la paranomasia se suman aportando un ritmo
específico, que nos recuerda al creador de estas asociaciones. El ritmo de La Rana verde se intensifica entonces, «melodías indebidas e indecentes llevaban a
su mente viejos a la par que dulces recuerdos», pero cuando estas
impresiones se reúnen con el cine «aquella
Mae West» y el simbolismo más típico de la literatura del XIX, «A, negro; E, blanco; I, rojo; V, verde; O,
azul», aparece la intensificación de la imaginería sensual que Arthur
Rimbaud empleó en su poema Voyelles.
El
sentido ordinario de las palabras se transforma en un círculo de evocaciones
trascendentes. También a Arturo, como a Arthur, le gusta humillar a los demás,
también se siente maldito y está enganchado a las drogas y al alcohol, también
tiene una concepción dual de la mujer, alguien que sugiere sexo y muerte, vida
y decadencia. El ritmo es evidente en la prosa de Aida Arce, a veces las
personificaciones aparecen como paranomasias para formar versos de los
renglones, «Las copas que llevaba sobre
aquella vieja bandeja medio oxidada bailaban inocentes e inconscientes». Y
otras veces es la propia poesía, que el propio Arturo inserta en la narración en
tercera persona, la que convierte los poemas en relatos autobiográficos del
personaje; la soledad, el miedo al fracaso, el desamparo de Arturo eliminan
cualquier rastro de dependencia moral y muestran a un ser no tan indiferente
como quiere aparecer ante los demás
Tratemos
de deshojar el momento de nuestras vidas en esa humareda de gris y humo que nos
adelanta
[…]
Antes
de cuestionar hay que presentarse.
Yo
no tengo nombre, ni a lo mejor espejo.
Todo
es un misterio por descifrar en los personajes de La Rana verde, el mayor interés radica en el subconsciente
individual que va marcando el proceso de la escritura, hasta establecer una
absoluta relación entre los protagonistas y su creadora. No hay una lectura
única puesto que es una narración intimista, no está supeditada a la realidad.
Cartagena, el Barrio de La Concepción, Las casas de Corea, son espacios reales
pero no determinantes. Arturo y Amalia traspasan el contexto en el que se
mueven y se instalan en otro más complejo, mucho más profundo. La soledad, el
dolor, las drogas, imprimen un sentido trágico a sus vidas hasta potenciar la
dimensión dramática de los sucesos cotidianos. La narración se convierte en
pragmática de aquello que sugieren las canciones que abren los capítulos «las notas se movían con un delicioso vaivén
por todo el local, casi vacío, desfilando como la prometida muerte ante los
ojos de los presentes… “got a black magic woman…”».
El
lenguaje intuitivo conjuga perfectamente la precisión del vocablo con la
reflexión existencialista del ser humano, que aparece implacable en la relación
entre autora–narrador–personajes. Todos esperan en lo más profundo de sus
sentimientos la decadencia. Ninguno reconoce su individualidad por lo que han
de volver a su conciencia para poder explicarse, bien sea mediante recuerdos
con los que articulan su identidad, bien con referencias musicales o literarias
que marcan el discurrir de sus remordimientos.
Si
Unamuno aborda la inseguridad del hombre en Niebla
y difumina la línea entre la realidad y la ficción, Alice Cooper siente, en Lov’s A Loaded Gun, que el amor puede
acrecentar el miedo que se introduce en nosotros cuando se difumina la línea
entre la vida y la muerte. Y Aida Arce, sin embargo, adquiere toda la confianza
como autora al crear unos personajes cargados de temores, condenados a vivir
inseguros en una ficción que mira al pasado, para poder construirse un futuro.
Pesadilla,
escoria, horror… ¡puta!, mi princesa cada noche había urdido un plan en secreto
con la luna […] mientras te señalo con mi pluma asesina.
Una
primera novela profunda que constituye el salto definitivo de su autora hacia
la literatura.
Me resulta muy difícil no tener en cuenta la edad de la autora o el autor cuando valoro una novela. La edad sirve como disculpa ante algunos errores comunes, pero también como un amplificador de virtudes. Cuando alguien tan joven sabe llevar una trama en la que descubrimos a personajes que han pasado por cosas que a ella aún no le deberían preocupar, y además nos transporta a una época que no ha vivido con tanto acierto, lo que queda claro es que estamos ante una auténtica escritora. Gracias por descubrirme esta novela. ¡La leeré!
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