¡Qué
acierto! Leer a Fred Vargas ha sido
toda una experiencia, tanto me he interesado en la lectura, tanta ha sido la
pasión experimentada que he olvidado en numerosas ocasiones tomar notas, mi
memoria empieza a fallar y me gusta argumentar con ejemplos las conclusiones
que obtengo.
Pero
la lectura es envolvente. No sabes qué va a ocurrir después, después es la
página siguiente. No sabes cómo van a reaccionar los personajes. Algunos,
claramente machistas (en principio), se transforman en entrañables, personas
con un valor increíble capaces de hacer lo imposible por un compañero, o una
compañera a la que, parece, atosigan o acosan con bromas pesadas, pero todo es
de boquilla. Otros claramente cordiales nos enseñan su cara disociada de doctor
Hyde cuando menos lo esperamos. Los más, son personas normales, que no es decir
poco en la sociedad que nos ha tocado vivir. Puede que sea eso, la naturalidad
de los personajes lo que hace de La tercera virgen algo sublime. La
escritura es espectacular; leemos y observamos un estilo cuidadoso, de diálogos
inteligentes en los que predomina el respeto entre unos y otros, alusiones
cultas incluso. Al principio se puede pensar que no es una novela negra. Y lo
es. Es nigérrima. Es de una dureza extrema, pero tratada con dulzura; Fred
Vargas denota en sus páginas un amor incondicional hacia sus personajes, hacia
la naturaleza, hacia los animales y sobre todo hacia aquellos niños, o adultos
que sufren de alguna manera el acoso de los demás, el ensañamiento gratuito. En
este sentido nos da una lección de humanidad como pocas podemos encontrar. No
solo los personajes son fabulosos, no sabría con cuál quedarme, y eso que
inconscientemente cuando leo una obra literaria mi mente se identifica con
alguno por afinidad de pensamiento, por deseo de parecerme, por rechazo total;
aquí no, en La tercera virgen todos
los personajes tienen algo que los hace fraternales, que los sube al podio de
irreales precisamente por la realidad con la que son retratados. Entre todos
forman una figura perfecta; cada uno conoce al otro a la perfección y sabe lo
que va a aportar al equipo; cada uno no sería nada sin el apoyo del resto. De
ahí el encantamiento, el deseo de que todos en nuestros trabajos, en nuestro
ambiente, formásemos un grupo parecido; no se juzga, se acepta y de esta manera,
cada uno da lo mejor que tiene.
Pero
no solo los personajes, la trama es un rompecabezas increíble; a veces pensamos
que sobran piezas, otras, que faltan, que será imposible sacar punta de todo
esto; situaciones que no tienen nada que ver se van entremezclando,
circunstancias que parecían secundarias se vuelven imprescindibles, tesituras
en las que los personajes están a punto de arrojar la toalla o de desviarse del
tema, se centran totalmente cuando uno afirma algo clave para que otro tire del
hilo y así, poco a poco y sin saber muy bien cómo, todo encaja ¡en la última
página!
Indudablemente
no hay que restar importancia a labor de Anne-Hélène Suárez Girald, pues su
traducción ha sabido captar los giros de la lengua francesa, las expresiones
habituales y pasarlas a un español perfecto, en cuanto entendible, con una
sintaxis y un vocabulario totalmente impecables.
El
sentido del humor puebla las páginas de La
tercera virgen pero es un humor sensible, de lectura agradable, tierna en
ocasiones, dura en otras. Las antítesis se suceden hasta que ocurre como con
los polos opuestos del magnetismo, llegan a unirse. Los enfrentamientos, no
sólo en la trama sino también entre los personajes llegan a equipararse, como
también se iguala el amor por la naturaleza salvaje y quienes la pueblan,
hombres o animales,
—Y
además, a ellos, los pobres, les llueve todo el rato.
Adambsberg
miró las ventanas, por las cuales caía la lluvia sin cesar.
—Hay
lluvias y lluvias, explicó Oswald. Aquí no llueve. Aquí moja.
Se
iguala el cariño hacia la vida en la ciudad y quienes la pueblan, hombres o
animales.
—Salga,
Danglard, vaya a escuchar a Oswald o a Angelbert. Están en París, como aquí.
—Con
esos nombres, seguro que no ¿Y qué me enseñarían?
—Que
las cuernas de desmogue valen menos que las de caza
—Eso
ya lo sé
—Que
la frente de los cérvidos crece hacia fuera
—Eso
ya lo sé
—Que
seguramente la teniente Retancourt no está durmiendo y que resultaría benéfico
ir a charlar una horita con ella.
El
canto a la comunicación, el amor por la vida viene de la seguridad de que en
ella no hay nada absoluto, todo puede cambiar según se mire, según se viva.
Esto lo definen perfectamente tanto el comisario Adamsberg, nacido en la
Normandía Alta como el teniente Veyrenc, de la Baja Normandía. Ambos tan
diferentes, ambos tan iguales, y ambos deben, por lo tanto, repasar una
realidad que creían única para darse cuenta de que hay otras realidades y que
no siempre se nos muestran a primera vista.
La
técnica es infalible puesto que mezcla la versificación, en no pocas ocasiones,
con alusiones culturales y acciones paralelas ¿Qué tienen que ver un teniente
de la policía que habla en verso con tumbas abiertas sólo por la parte de la
cabeza, asesinatos de mujeres vírgenes, matanzas de ciervos y un espectro que
vaga por una casa recién comprada? En principio nada, al final todo queda
ensamblado y unido a la perfección.
El flashback se inserta perfectamente en el
orden lineal de la narración; a veces no somos conscientes de que se narra un
pasado hasta que no caemos en la cuenta de que «siempre se cuenta un secreto a una persona».
El
estilo es sencillo, directo, preciso, natural incluso cuando la función
didáctica aparece en los diálogos. En ningún momento sentimos que la autora
intente moralizar o adoctrinar al lector, pero es indiscutible que su novela
refleja una personalidad abierta, culta y algo tímida. Si tenemos en cuenta que
incluso de textos o citas clásicos puede sacar alguna broma estamos convencidos
de su falta de grandilocuencia, por lo que somos capaces de aprender al tiempo
que nos entretenemos.
Los
personajes están retratados con minuciosidad, sabemos cómo es cada uno de los
formantes de la brigada, en la que importa tanto la erudición de Danglard como
la felina intuición de Adamsberg,
Adamsberg
se deslizó taburete abajo y se puso a dar vueltas por el despacho
la
fuerza de Retancourt, la disposición de Estalère, el hambre atroz de Froissy o
el humor fanfarrón de Noël que en ocasiones raya en machismo
—En
mi ausencia, vigile al gato, a Mortier, a los muertos y el humor del teniente
Nöel, que no deja de degradarse. No puedo estar en todo. Tengo mis
obligaciones.
La
erudición, memoria, sensibilidad e infancia traumática hacen de Veyrenc alguien
extraordinario, capaz de hablar en alejandrinos aunque estos contengan
encubiertos amenazas o desahogos a sus dolencias:
—Oídme,
pues, señor. Apenas regresado,
una
cólera injusta prepara mi caída
¿Qué
fue, tan alabada, de vuestra compasión?
¿Merezco
este castigo tan solo por mi origen?
Lo
de menos son los defectos que, por supuesto, tienen; lo de menos es que
Mercadet tenga un sueño infinito, Danglard se esté convirtiendo en alcohólico o
Adamsberg sea antisocial; eso no importa. Lo que interesa realmente es la ayuda
que se prestan unos a otros cuando hace falta. Nadie objeta. Nadie acusa. Todos
trabajan y consiguen, sólo así es posible, resolver con un ritmo ligero,
dinámico, los casos que llevan entre manos hasta contemplar, estupefactos, como
el propio lector, que todo está unido, desde la primera réplica hasta el último
pensamiento, en una trama siniestra donde las haya.
Fred
Vargas es capaz de unir de forma absolutamente inteligente el mundo de la
novela policíaca con la investigación real, tanto basada en creencias
tradicionales, supersticiones o datos históricos, literarios o filosóficos. La
novela pues, no es una novela negra al uso. Sus páginas rezuman, además de
tensión, humor, en ocasiones absurdo o surrealista
—Aquí
no nos gustan los maderos –enunció Angelbert con el brazo todavía inmóvil
—Ni
aquí ni en ninguna parte –puntualizó Adamsberg
—Aquí
menos que en otros sitios
—Yo
no digo que me gusten los maderos, digo que lo soy
—¿No
te gustan?
—¿Para
qué?
[…]
—Entonces
¿por qué lo eres?
—Por
descortesía
Páginas
que filtran cultura y confianza en el ser humano, pero sobre todo, sensibilidad
(los diálogos que mantiene Adamsberg con su hijo Tom, de nueve meses, son
enternecedores)
—Tom,
escúchame bien, vamos a cultivarnos juntos […] Thomas miró tranquilamente a su
padre, atento e indiferente […] ¿Te gusta Tom? […] —No sé qué es el opus
spicatum hijo, y me importa un rábano. A ti también […] Cómo arreglárselas
cuando no entiendes nada. Observa.
Adamsberg
sacó el móvil y marcó lentamente un número bajo la mirada vaga del niño.
—Llamas
a Danglard…
El
vocabulario hace alarde de todo tipo de registros. Utiliza tanto la jerga de la
profesión «los estupas», como
variedades geográficas «un forano», «¡Vamos
hombre!», tecnicismos «opus spicatum»,
léxico culto «título compensatorio
generado», expresiones coloquiales «qué
demonios significa eso» o soeces «me
cago en la puta», metáforas humorísticas «Ni una crítica, ni una ironía. La nada blanca del auténtico colegueo»,
pensamientos poéticos «Si el mundo
pudiera parecerse a los sueños de las viejas madres…» o apodos usados ante
todo en barrios bajos «el Gordo Georges».
Todos
los registros, todas las variedades, conviven en armonía ofreciendo una ópera prima,
una novela con ritmo, ligera en la que el amor y el horror van de la mano hasta
el final, cuando todo se desvela, aunque sea “gracias” al gato, «Froissy, ponga al gato un transmisor en el
cuello».
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