Hay
algo inquietante en La vida negociable, y es que con una absoluta normalidad se
mezcla en la novela lo trascendente con lo ridículo y lo natural con la
violencia despiadada.
Hugo
Bayo, su protagonista, es como poco, un ser raro, como mucho, un enfermo
mental, a veces psicótico, otras sádico pero siempre vago «Si yo me pusiera a estudiar, seguro que sería el número uno del
colegio [...] pero yo estaba llamado a otro tipo de tareas [...] y entretanto
lo que me gustaba era abandonarme a mi mundo impreciso»; lo que le ocurre a
Huguito es que no le gusta trabajar o no le gusta nada de lo que le ofrece la
realidad, por eso su imaginación está en constante movimiento para dar con su ocupación
perfecta, con su forma de vida ideal, y cuando ya lo tiene todo pensado siempre
ocurre algo que impide llevarlo a cabo y siempre, irremediablemente, culpa a
los demás de sus fracasos «yo era un
instrumento de la justicia y la castigaba por su pecado [...] pero lo más
inquietante es el goce que sentía al dominar a mi madre [...] la convicción de
que eso era lo justo, lo necesario...».
Luis Landero ha creado un personaje sin
escrúpulos, amoral desde su infancia o adolescencia, en la que no le importa
chantajear a sus padres hasta el punto de que, de la forma más original, es
echado de su casa y apartado de ellos para siempre «Ese mismo día fui al piso, y lo encontré limpio y con olor a limpio,
las ventanas abiertas [...] y sin ninguna señal, ni ropa, ni objetos
personales, ni un detalle, ni siquiera una foto que recordara a mis padres».
La
estructura de la novela, así como la narración, son impecables. Se divide en
dos partes casi iguales, trece capítulos cada una y ambas tienen un comienzo
—la primera— y un final —la segunda— exactamente igual, la apelación del
protagonista al lector a que lo escuche, a que le preste atención porque tiene
mucho que decir, tal es su egocentrismo, «Y
para mejor contar mi vida, con orden y con rigor, me he imaginado que me
dirigía a un auditorio fiel de pelucandos: Señores, amigos, cierren sus
periódicos y sus revistas ilustradas, apaguen sus móviles, pónganse cómodos y
escuchen con atención lo que voy a contarles». Así pues podemos decir que
es una novela cerrada, y sin embargo la vida de Hugo Bayo no se cierra de
ninguna manera sino que termina, eso sí, con las mismas expectativas
imaginarias que lo acompañaron desde pequeño pero, al ser adulto y en su nueva
condición, resulta penoso y más escalofriante que cuando empieza a narrar su
historia. Si al final de la primera parte, de su juventud, termina hundido por
la realidad, al final de la novela es él quien se lleva por delante su realidad
y la del único ser que ha sido capaz de permanecer a su lado. Demoledor «No sabía si quería o no ser campesino. Me
sentí cansado, sin ganas ya de pelear, y sin fuerzas ni voluntad para
enfrentarme al porvenir [...] pero yo sé que los dos sentimos el roce de la
fatalidad [...] me reafirmo en lo mío y sigo pensando, como ya dije al
principio, que dentro de mi hay magníficas cualidades innatas...».
La vida negociable es una novela irónica, dura pues
destaca la violencia en las relaciones del narrador-protagonista que en
ocasiones llega a desarrollar una personalidad psicópata en una realidad turbia
en la que es capaz de desmoronarse y ascender una y otra vez haciéndose daño él
mismo unas veces, otras a los demás y siempre de forma cruel y grotesca «...en el banco de un parque, le puse la
mano en la nuca y lo incité a bajar la cabeza para que me hiciera lo mismo que
había visto hacer a la madre de Leo con su marido, y él obedeció, sumiso [...]
y a veces al final, ya saciado y avergonzado, le decía: Eres un maricón, me das
asco. Y él no contestaba [...] Parecía una araña mojada». Es cierto que
siempre achaca sus miserias a su infancia, en la que descubre que su madre
engaña a su padre, que su padre, al que creía ser un beato santurrón, engaña y
defrauda a todo el mundo, y que el amor no es sino pornografía. Está claro que
todo a la vez es para marcar a cualquiera, por eso, es él quien coacciona y
extorsiona a sus padres, que llegan a vivir atemorizados hasta el punto de que
su madre abandona el hogar consiguiendo que su padre, otra personalidad rara,
enferme y vaya a la cárcel para salvarlo a él de los robos cometidos. Si Hugo
tiene algún remordimiento por sus actos lo desecha al momento y no sólo con sus
padres; con aquellos que se le acercan para ser sus amigos también se comporta
a veces como un niño, otras como un amoral sin sentimientos haciendo gala de
una crueldad extrema «Comimos los tres en
silencio [...] mi madre, quizá alarmada por el temor de que hubiese podido
contarle el secreto a mi padre [...] mi padre, cohibido por mi presencia y
avergonzado de sus fechorías, no se atrevía tampoco a mirarnos [...] Pero yo
era dueño de aquel silencio [...] Antes del postre, me levanté, cogí dinero del
bolso de mi madre [...] allí los dejé, cautivos en el silencio, en la
incertidumbre y en la culpa».
Hugo
Bayo sigue la máxima de su padre: La vida es negociable y ahí es donde se
equivoca porque no todo se puede vender, como le demuestran primero Marco y
después Olivia «Chaval, tú eres tonto
[...] Ni se te ocurra volver a llamarme o a verme, ni te cruces nunca en mi
camino, porque en ese mismo momento llamo a la policía». Los momentos
picarescos se transforman en desquiciantes para el lector que ve cómo cuenta,
en primera persona y con un tono de lo más amable, la vida de un vago
embaucador que utiliza a los demás para llevar a cabo las imaginaciones de
poder, felicidad y fantasía que pretende sea su vida, sin darse cuenta —o sí—
de que la realidad es otra. Realidad actual que Landero ha sabido retratar de
forma magistral, en todas sus variaciones: la vidente y su público, la que
presuntamente engaña a su marido, un santurrón obsesionado con la religión, o
simplemente necesita la ayuda de un psicólogo que la ayude a soportar en plena
juventud un matrimonio algo oscuro, el santurrón corrupto cuya impotencia para
hacer feliz a su familia lo lleva a la extorsión para poder conseguir todos los
deseos de su mujer e hijo, el chico homosexual, temeroso e inseguro, que busca
angustiosamente un amigo y se da de bruces con un abusador, la chica de difícil
infancia harta de una sociedad caduca y embustera que se enamora —o no le queda
otro remedio— del más caduco, embustero y maltratador, pero al que no puede
dejar aunque lo intenta, porque en su cortedad de miras o sentimientos, es lo
único que tiene.
Realidad
actual que, no hace mucho tiempo diríamos ser excepcional, correspondiente a
una minoría de los bajos fondos, pero hoy sentimos cercana, muy cercana, la
volubilidad y violencia en niños y adolescentes, el maltrato físico y
psicológico en jóvenes y adultos, el desequilibrio de un alto número de
ciudadanos y el oscuro porvenir de otro número cada vez más elevado.
Luis
Landero consigue que nos introduzcamos en ese mundo, que lo vivamos en nuestra
propia piel intentando imaginarnos hasta el final una posible salvación para el
protagonista; pero el autor va avisando con repeticiones de que el desenlace no
será sino otra reincidencia en la vida de Hugo, en la vida de tantos Hugo que
van ocupando la sociedad; de esta forma la narrativa, siempre amena y
embargante, nos permite reflexionar en lo más desesperanzador de la existencia.
La
magia del autor es conseguir que este personaje depravado cuente su vida en
clave de humor, como si fuera un juego; a veces cuesta distinguir si Hugo es
estúpido, demente o psicópata, por eso el humor, aunque en ocasiones nos haga
soltar una carcajada, es en su mayoría un humor triste, agrio e incluso negro.
Lo
triste no es que el protagonista sea un inútil, por lo que nos cuenta tiene
habilidades para manejar las tijeras y el peine; lo asombroso es que esa
cualidad se la descubra durante el servicio militar, el peluquero del cuartel.
En todas las ocasiones que ha trabajado en una peluquería, ha tenido éxito, los
clientes han salido contentos con el trabajo y sin embargo siempre ha habido
algo que lo ha hecho abandonar, sacando a relucir su personalidad agresiva y
violenta.
Lo
más triste es que Hugo es un inestable, no sabe lo que quiere ni de pequeño, ni
de mayor; todo lo hace de forma impulsiva, ahora deja los estudios, ahora
piensa que los retomará, ahora conoce a Olivia y decide estudiar de todo para
impresionarla hasta que se harta «entonces
rompí las fichas en pedazos menudos, y el cuaderno con la retahíla de tareas
que me había impuesto para ser admirado y amado [...] Me presentaré ante ella
tal como soy...» y entonces viene la gracia, pues, ante la pregunta de
Olivia hacia sus proyectos, empieza a enlazar una mentira con otra, «ser médico en África [...] Tocar el
saxofón. Aprender lenguas y costumbres primitivas. O escribir [...] Tan
eufórico me sentía, tan sobrado de mí mismo, que de pronto, en el colmo de la
inspiración me puse a cojear [...] Nada, que ayer me torcí un tobillo trepando
a un árbol y me acaba de volver el dolor».
Lo
más triste es que, en el fondo de su conciencia que irónicamente deviene,
cuando se emborracha, con la segunda persona, sabe que lo suyo es la pereza,
que es vago hasta para decidir «con la
secreta y heroica convicción de tener por enemigo al mundo, me fui a dormir la
mona». Y lo más alentador es, por supuesto, la narrativa de Luis Landero
quien, con un vocabulario totalmente coloquial consigue acercarse a los
clásicos, en ocasiones me ha recordado al Siglo de Oro, como cuando define el
silencio por contrarios, al igual que Lope hizo para el amor «te obliga a decir lo que no quieres y a
callarte lo que anhelas decir, urdidor de equívocos, espada que hiere y elixir
que alivia...». Con una narración seductora y aguda nos introduce en los
entresijos más feos del ser humano «yo
tengo cualidades innatas [...] soy formal y simpático».
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