En
la última novela de Juan Ramón Barat
he encontrado los aspectos literarios que definen al autor junto a otros nuevos
que me han sorprendido gratamente. Así pues, si ya me gustaba la narración de
este valenciano, y no dejo de recomendarla a los jóvenes porque creo que es una
buena fuente para iniciarse en la lectura, ahora considero que se hace
imprescindible. Cualquier chico, a partir de 12 años (es por poner la edad con
la que suelen entrar al instituto porque no me gusta etiquetar la literatura,
de hecho yo sigo leyendo intrigada sus aventuras, puede ser que incluso antes
también sea bueno que lean estas novelas), se siente fascinado por las tramas
de Daniel Villena, el protagonista de una saga que empezó con Deja en paz a los muertos —que supuso un
éxito rotundo— y ha terminado, por ahora, con Llueve sobre mi lápida. La mezcla de aventuras, peligro,
investigación, realidad, suspense y personajes malísimos que son descubiertos
por el protagonista es todo un acierto, una llamada al lector para que no se
aburra; de hecho a la novela no le sobra ni le falta una sola página. Los
capítulos se suceden con naturalidad y siempre terminan en un clímax acertado
para que los lectores ansíen seguir leyendo. De la misma forma, el relato
concluye dejándonos igual de intrigados que los anteriores, aviso claro de que
habrá una próxima entrega.
En
la anterior de la saga, La sepultura 142, Daniel Villena
vio, sólo él, un coche rojo con el que terminó la novela; coche que ha tenido
protagonismo en Llueve sobre mi lápida
«Intenté mover mis pies, pero era
imposible. Mis zapatos se habían adherido al asfalto de manera siniestra. Alcé
los ojos aterrado […] y vi con espanto que nadie viajaba en el interior de
aquel automóvil. Un Alfa Romeo rojo». También esta última acaba con otra
visión de Daniel, así que esperamos impacientes la próxima.
Es
un recurso que Barat maneja a la perfección, mantener la curiosidad, por eso es
absolutamente recomendable para nuestros adolescentes y jóvenes.
Otro
recurso es el empleo perfecto de la lengua, las expresiones coloquiales propias
de cierta edad conviven en armonía con otras cultas, de un lirismo exquisito;
abundan las metáforas sin resultar empalagosas, aumentando la belleza de lo
escrito, algo que empieza a olvidarse, por desgracia «La carretera zigzagueaba como una serpiente plateada. La extensión
ilimitada del firmamento se combaba sobre el mundo y en ella flotaba la luna
creciente vertiendo una blancura sulfúrica sobre la oscuridad».
Las
personificaciones añaden tensión a situaciones ya de por sí intimidatorias «Contemplé la tumba, roída por la humedad y
devorada por el paso del tiempo».
Hay
comparaciones totalmente poéticas que acrecientan el sentimiento del
protagonista «Alicia temblaba como un
árbol azotado por el viento».
Las
frases cortas ayudan a profundizar en la crítica hacia estos países en los que
vivimos y sin ningún pudor llamamos prósperos o simplemente civilizados «Estoy llorando mientras te escribo, mamá.
Me siento muy triste. Pienso que el trabajo infatigable que hacemos no sirve
para atajar esta hemorragia de muerte. La guerra en Somalia no es la única […]
África entera se desangra en una guerra sin sentido. Y los países desarrollados
no hacen nada».
El
léxico culto ayuda a la función poética: palmatoria,
sudario, cirio, luz espectral, flanqueaban…
Al
mismo tiempo, y en feliz armonía, aparecen expresiones coloquiales hiperbólicas
«¡Dios mío! ¡Me duele hasta respirar!».
Locuciones que empezaron en la jerga juvenil y se han instalado en todas las
edades «Este tío me da mal rollo», «estás
como una cabra». Enunciados familiares «Me
rugen las tripas». Dichos escatológicos «la
mierda de los murciélagos…». E incluso metáforas empequeñecedoras que
recuerdan a las usadas por Dante en su Divina
comedia «y yo conduje con la cabeza hecha un avispero».
Otra
técnica que da verosimilitud a la novela es el concepto de la familia, ya que,
al ser un valor fundamental en las novelas de Barat, y sin caer en la
cursilería, el autor plantea una relación de confianza, de respeto, libertad y
amor; eso también gusta porque parece utópico, pero por eso es literatura,
además son situaciones que aunque en la realidad no abunden demasiado, hay
conexiones familiares en las que predomina el buen humor
—No
seas protestona. Lo bien que lo estamos pasando aquí […] En Gélber te estarías
aburriendo, todo el día tomando el sol, como las lagartijas…
—Hombre,
ahí te doy la razón –concedió Alicia–. Desde luego contigo es imposible
aburrirse. Con tanto muerto y tanto fantasma…
Otro
recurso, sin lugar a dudas el más importante, es la sensibilidad de Daniel
Villena para intuir, soñar e incluso vivir situaciones que en principio parecen
paranormales pero que se van desarrollando desde una perspectiva
lógico-deductiva, tal y como actúan la policía o los detectives. Comento esto
porque, si es que alguien lee estas críticas, quiero que aquellas personas que
por su religión o convicciones tienen prohibido creer en aparecidos, fantasmas,
o muertos vivientes, no dejen de leer estas novelas. Aquí todo es real, los
vivos están muy vivos y los muertos pertenecen al mundo de los sueños.
De
hecho, en Llueve sobre mi lápida
aparece un recurso de la Antigüedad: el sueño dentro del sueño, algo que en la
realidad algunos hemos experimentado, soñar que soñamos, y ahí reside la
confusión, pues si sueño que sueño ¿no estoy despierto? Esta pregunta es la que
atormenta regularmente a Daniel, porque lo vive una y otra vez «Entré en el hostal sin hacer ruido, subí
las escaleras de puntillas […] Abrí la puerta con cuidado para no despertar a
los que dormían en las otras habitaciones. Al fijar la vista en la cama, ahogué
un grito de pánico […] yo estaba durmiendo profundamente. Como un angelito.
¿Cuál de los dos era yo en realidad?».
Son
novelas que no atentan contra nadie ni contra nada, al contrario tienen un
fondo didáctico y moral, la finalidad que persiguen los protagonistas es ayudar
a los demás y hacer el bien.
Dicho
esto, en Llueve sobre mi lápida he
encontrado algunas diferencias respecto de las anteriores. La primera es la
madurez del protagonista, Daniel es un adulto en toda regla, ha terminado
primero de periodismo y disfruta de más libertad; tiene permiso de conducir, y
que su padre le deje el coche le permite moverse con total autonomía. Esto nos
lleva a la segunda diferencia; el protagonismo que tenían sus padres y hermana
ha cedido algo en favor de Alicia, su novia, quien puede considerarse, al menos
en Llueve sobre mi lápida una
coprotagonista. Entre ambos forman una pareja de detectives en la que ella, si
bien toma la iniciativa alguna vez, es sin duda más audaz, imaginativa y
realista. En La sepultura 142 ya
encontramos cierto feeling entre
ellos, pero ahora el nivel de comunicación y seguridad al que han llegado como
pareja es envidiable. Por eso hay más escenas eróticas, que no de sexo, en esta
novela que en las anteriores; los protagonistas han crecido y sus deseos
también, aunque no se explicite demasiado sino que se insinúe:
—Eso
es una declaración de amor.
Sus
ojos color de caramelo me miraron intensamente. Su barbilla empezó a temblar.
—Tendrás
que ser más convincente –musitó.
La
levanté en volandas y crucé con ella media casa hasta llegar al salón y
colocarla con cuidado sobre el sofá.
—Conque
tengo cuerpo de saltamontes, ¿eh?
También
es cierto que tanto el papel de Alicia como el de Daniel están marcados como
viene siendo habitual en las parejas reales de jóvenes, ella está totalmente
enamorada de él y no necesita a nadie más. Daniel también está enamorado de Alicia,
eso es indudable, si bien a veces pueda sentirse atraído por otra chica, aunque
sólo sea físicamente. Debe ser que las mujeres somos diferentes al menos en la
juventud; si nos enamoramos sólo tenemos ojos para esa persona, ellos pueden
separar los sentimientos.
Sin
embargo está claro que en la novela hay un punto feminista muy importante, no
sólo por el papel de Alicia, no sólo porque son mujeres, primero Inés Molina y
luego Irene Villena, la hermana de Daniel, las que muestran una solidaridad
extrema con los necesitados, no sólo porque es Alicia la que salva la vida a
Daniel, y porque Úrsula contribuye a terminar con la maldición de Aurelio Valdivia.
Es por todo, y puede que sea la conjunción de mujeres que rodean a Daniel
Villena, por lo que él las trate también con un afecto especial, con cariño y
respeto «Alicia se reía con Irene. Y yo
comencé a ver a mi hermana con otros ojos […] Para ser sinceros, yo empezaba a
sentirme orgulloso…».
También
he encontrado en Rosaura, amiga de Inés, al espejo del propio autor. Rosaura es
profesora de instituto, es una consumada lectora y autora de poesías y letras
de canciones. No conozco en profundidad a Barat pero me atrevería a asegurar
que también es tranquilo y disfruta ante una infusión y, por supuesto, Rosaura
como Juan Ramón son músicos, ambos tocan la guitarra. Y nadie que no sea
profesor puede dedicarnos palabras tan ciertas «la literatura es un mundo. Y la docencia. Creo que tengo suerte. Ser
profesor es una tarea que exige dedicación. Tienes tus malos momentos, pero
también te llevas muchas alegrías […] El profesor es un espejo donde la mayoría
de esos jóvenes se mira todos los días. Es una gran responsabilidad».
La
novela merece la pena porque como hemos visto no sólo se lee con facilidad, con
intriga y apasionamiento, no sólo porque el argumento esté bien construido y el
estilo no lo desdiga para nada, sino porque además fomenta una serie de valores
que desgraciadamente nos tocan muy de cerca y se están perdiendo, o hace que
nos demos cuenta de que nuestra insensatez, derivada de obtener más beneficios
en nuestra sociedad, colabora a que nos olvidemos del cambio climático «—Me dijo que se iba a apuntar a SOSUR. —¿A
esa plataforma que lucha contra la desertización del sureste español?».
Y,
lo más importante, esa insensatez consigue que nos olvidemos de todos aquellos
que no somos nosotros, unos porque nos pillan demasiado lejos, otros porque
están tan cerca que los vemos desdibujados «Cada
día llegan mil personas nuevas buscando ayuda […] muchas deben permanecer en
las colas dos semanas para recibir su primera ración de alimento o su primera
atención sanitaria»