La
presentación de esta novela es inmejorable, como todas las de Reino de
Cordelia, además viene prologada por toda una autoridad en el mundo de las
letras, Luis Alberto de Cuenca y, por si fuera poco, se trata del primer caso
del atípico detective Philo Vance, excombatiente de la Primera Guerra Mundial
creado por S.S. Van Dine en 1926 con tanto éxito, que fue llevado al cine,
interpretado por William Powell, uno de los míticos actores de la Edad Dorada
del cine americano.
Lógicamente
con estas premisas se hacía superinteresante, y necesaria, la lectura de El caso del asesinato de Benson. No es que, una vez terminada, haya
cambiado de opinión; creo que para todo amante de la novela policíaca es
obligado conocer alguno de los casos de Philo Vance, pero sí es cierto que el
proceso ha resultado en ocasiones algo tedioso. Es una de esas lecturas que,
con el tiempo, ha quedado obsoleta en algunos aspectos como la sociedad
descrita, el vocabulario empleado o la imagen que ofrece de la policía y demás
responsables de hacer cumplir la ley.
Al
leerla tenemos la impresión de estar ante una de las películas del cine negro
de los años 40, tanto por la ingenuidad con la que se planteaban algunas
situaciones como por la minuciosidad de las descripciones que el autor ofrece a
lo largo del relato en primera persona, sin duda un recurso más para aportar
verosimilitud y realismo al argumento. Otro es la introducción del propio autor
para anunciar que será el narrador testigo de la historia que va a contar. Otro
recurso que ayuda a aportar realismo es el tiempo de la escritura. La novela
está escrita desde un presente en el que Van Dine recuerda casos del pasado,
por lo que puede adelantar hechos, ninguno fundamental en el argumento, que
avivan el interés del lector puesto que dan a la novela cierto aspecto de
crónica periodística «...a partir del
célebre caso Benson, y durante casi cuatro años, tuve la suerte de presenciar
la más asombrosa serie de casos criminales que jamás desfiló ante los ojos de
ningún abogado joven.» S.S. Van Dine, en realidad pseudónimo de Willard
Huntington, escribió 20 reglas de la
novela policíaca en las que recomendaba no caer en obviedades que todo el
mundo en su época, desde Conan Doyle, planteaba. Algunas de esas reglas que,
por supuesto, sigue al pie de la letra en El
caso del asesinato de Benson son bastante inocentes, de hecho, al
compararlas con la novela negra actual nos hacen sonreír, otras continúan
vigentes, pero lo curioso es ver cómo, si se tienen en cuenta, el lector puede
descubrir al asesino con más facilidad.
Para
empezar, el crimen nunca debe ser accidental. Tiene que haber una causa
razonable que lo justifique. Los motivos para asesinar han de ser personales,
por eso mismo no se buscará al asesino ni por restos de tabaco ni por
espiritismo, ni por huellas falsas ni por el perro que no ladra ante alguna
presencia, ni por asociaciones de palabras ni por algún código descifrado sólo
por el detective.
El
asesino no debe ser el criado, tampoco un personaje que apenas aparezca, sino
que será más o menos importante y del círculo del asesinado. Las buenas
descripciones son imprescindibles para que parezca un caso real.
El
enigma siempre debe estar presente aunque las pistas se darán poco a poco. Es
aconsejable que haya sólo un culpable y un detective, quien, por supuesto, ni
él ni sus ayudantes serán los asesinos.
El
detective seguirá un método científico para la resolución del caso.
Éstas
no constituyen todas las reglas indicadas por Van Dine pero son las que he
encontrado en El caso del asesinato de
Benson, y he de confesar que, al ir descartando personajes como sospechosos,
la lista quedó reducida considerablemente hasta llegar al criminal de forma
razonada, aunque en principio algunas pistas apuntaran hacia otros.
El
narrador-autor Van Dine, acompaña a Vance durante todo el tiempo que dura la
investigación, además en ocasiones hace aclaraciones a pie de página sobre
algún caso ocurrido en la ciudad o sobre cuestiones personales. Es cierto que a
veces resulta divertido leer dichas anotaciones pues en su afán por parecer
realista destaca algunas características que aportan gracia al relato
«...se
lo ponía (el monóculo) [...] como si el hecho de ver con más nitidez le
proporcionase una mayor claridad de ideas9
9.
El ojo derecho de Vance tenía 1,2 dioptrías de astigmatismo, mientras que el
izquierdo era prácticamente normal (Nota de S.S.V.D) »
De
esta manera consigue mezclar perfectamente realidad y ficción.
En
su afán por exponer un relato real, el narrador desaparece incluso para exponer
una situación mediante el diálogo directo, como si se tratase de una
representación en la que los protagonistas, Vance y el chico del ascensor,
despiertan mayores emociones en el lector, puesto que se va enterando de la
resolución del caso como si ocurriese en ese momento. Puesto que toda obra dramática
incorpora elementos que están fuera del ámbito literario, la escena contada
desde esa perspectiva adquiere mayor verosimilitud. Al informar de lo que va a
hacer mediante un paréntesis, el mensaje se muestra como una acotación teatral
consiguiendo que aparezca la función apelativa en la comunicación con el
lector:
«(Para
economizar espacio, reproduzco el resto de la conversación como si de una obra
dramática se tratara)
Vance: Supongo
que habló con usted
Chico del ascensor: Sí, señor. Me dijo
que había ido al teatro, y que la función era mala. Y que tenía un dolor de
cabeza horrible...»
Al
principio nos enteramos de la forma de ser de Vance por la minuciosa
descripción de Van Dine, aunque es casi innecesaria puesto que tanto por sus
actos, movimientos o palabras, el improvisado detective queda retratado a la
perfección «Su esnobismo era tanto
intelectual como social. Detestaba la estupidez, creo que aún más que la
vulgaridad y el mal gusto [...] Vance era claramente irónico [...] era frívolo,
de un cinismo juvenaliano [...] sumamente consciente y perspicaz [...] Sus algo
quijotescas maneras [...] La frente amplia e inclinada, era una frente de
artista más que de investigador...»
Curiosa pues, la novela, por la
importancia histórica que presenta dentro del género y curioso también,
descubrir cómo los grandes detectives del siglo XX han sido expertos o
apasionados en alguna actividad alejada de las que tienen que ver con su
profesión, pues si Carvalho era un reputado gastrónomo, Sam Spade era un gran bebedor
de whisky, Poirot, un enamorado de la comodidad y el bien vestir, Sherlock
Holmes, predecesor de Van Dine, es un experto apicultor y músico y un
entusiasta de la cocaína, Vance es un afamado coleccionista de arte y como
Holmes confía en métodos racionales para dilucidar sus casos, basados sobre
todo en la psicología humana.
Creo
que es precisamente el protagonista quien le resta credibilidad a los sucesos.
Vance conoce al asesino desde que se cometió el crimen y, no obstante, es
incapaz de decírselo a su amigo, el juez Markham por temor a que éste no lo
creyera, o se enfadase
«Si
hubiera acusado al comandante desde el principio, me habrías arrestado por scandalum magnatum y difamación criminal [...] dejando todo un reguero de pistas falsas
es como he conseguido hoy que lo aceptes»
Algo
increíble si tenemos en cuenta que desde el principio lo trata como si fuera
estúpido, le hace cambiar los planes, las órdenes que da la policía, le dice las
entrevistas que debe hacer, las pistas que ha de guardar y cuáles desechar, y
es obedecido en todo momento.
«No
puedo permitir que encarceles a Leacock [...] No vas a ordenar que lo arresten
mientras yo esté en tu oficina y pueda impedirlo»
Vance
está por encima del bien y del mal; lo sabe todo de una persona exclusivamente
al mirarla a la cara, y no es exageración. Descartó a una sospechosa porque tan
sólo con verla descubrió por el parecido de quién era hija. Lo mejor de todo es
que he tenido que buscar algunos términos en el diccionario, y no ha sido la
única vez, para poder visualizar correctamente a la madre y su descendiente:
«Es
braquicéfala, de pómulos sobresalientes, mandíbula ortognata, estructura
parietal plana y nariz mesorrina [...] Luego le observé la oreja, porque [...]
tiene oreja puntiaguda, sin lóbulo, oreja de fauno, también llamada oreja de
Darwin. Este tipo de oreja es hereditaria»
En
fin, en casos como éste, se echan de menos las anotaciones que tan
abundantemente aparecen en la novela para explicar los latinismos, traducir
frases en francés o inglés, aclarar la procedencia de personajes aludidos de
otras obras o informar de personalidades reales pertenecientes al campo de la
medicina, política o arte.
Pero
no es tan increíble que Vance tenga conocimientos tan vastos como que los
exponga constantemente en conversaciones supuestamente coloquiales, con su
amigo Markham o con los acusados, pues si ya es raro que dos amigos se hablen
con barbarismos: «Escúchame y nota bene»
«No podemos aplicar el sus. per coll. a todos los que conocía», lo es más
que se dirija de forma hiperculta a los sospechosos; de hecho, me pregunto aún
si la cantante Saint-Claire entiende lo que Vance le dice cuando la manda
llamar «Lamento informarla de que el
capitán Leacock ha confesado ridículamente que mató al señor Benson. Pero no
estamos del todo convencidos de su bona fides. Y aquí estamos, ¡ay! flotando
entre Escila y Caribdis, sin poder decidir si el capitán es un consumado
asesino o un chevalier sans peur et sans reproche.»
En
fin, son detalles que dificultan la lectura porque la sitúan en un
espacio-tiempo lejano, en el que la policía se dejaba guiar por tópicos, en su
mayoría machistas, en los que, sin duda, los métodos psicológicos —aunque
hiperbólicos— empleados por Vance ayudaron a equilibrar la balanza de la
justicia.
«Las
mujeres son demasiado sensatas y prácticas para cometer esas locuras, pero los
hombres tienen una gran capacidad para la idiotez»