Acabo
de leer El desorden que dejas y aún estoy decepcionada. Puede que la
haya leído con demasiados parones (llevo una temporada con bastante trabajo),
puede que, desde el principio, tuviera la impresión de estar ante el argumento
de una serie de televisión dirigida a los adolescentes, de esas que a ellos les
encantan y yo soy incapaz de ver siquiera un capítulo por lo increíble de las
situaciones: institutos en los que los chicos aprenden de todo menos a
estudiar, de hecho dan la impresión de ser centros de ocio más que de trabajo,
profesores que son más colegas que otra cosa, alumnos que se piensan los reyes
indiscutibles de la creación, y además ofrecen esa imagen, por cómo hablan y
tratan a los mayores, como poco, con condescendencia, como mucho, con una mala
educación apabullante.
Soy profesora
y sé de lo que hablo. Es verdad que puedes encontrar algún padre airado, pero
nunca le permitirían dirigirse a una profesora de la manera en que Tomás le
habla a Raquel, tutora de su hijo, la primera vez que mantiene una entrevista
con ella; ni la profesora, ni nadie del equipo directivo, máxime si dicha
tutora no ha tenido nada que ver en el problema surgido, fuera del instituto
para mayor incoherencia. De hecho el alumno se presentó borracho y drogado en
el funeral de Viruca y, tras faltar al respeto a la muerta, Mauro, el exmarido
–viudo–, le dio un puñetazo.
«—…Y si no le importa preferiría que
no nos tuteáramos.
—A mí, bonita, lo que tú prefieras me
importa tres cojones.
[…]
—…No te preocupes […] la única manera
va a ser que Mauro se tome unos días libres»·
Es
verdad que hay alumnos muy mal educados (no tanto en Bachillerato como en la
ESO) pero cualquier profesora pondría punto final a determinadas contestaciones;
es cierto que los docentes estamos cada vez más limitados en nuestra actuación
hacia los alumnos, es cierto que éstos tienen muchos más derechos que tiempo
atrás, pero aún le queda al profesor el poder de amonestar cualquier falta de
respeto y no ponerse a su altura.
«—¿Cómo te sientes sustituyendo a una
suicida?
[…]
—¿Queréis que hablemos de eso?
—Lo que sea con tal de no dar clase
–apunta uno.
[…]
—¿Cómo te llamas?
—Iago
—¿Iago, hay goteras aquí? –le
pregunto– Dentro de un aula no se llevan capuchas.
—¿Y eso dónde lo pone?
[…]
—Aquí lo pone –le digo señalándole la
pizarra– ¿Te la quitas?
—Quítamela tú
—No me pagan tanto como para
acercarme, tener que tocarte y quitarte la capucha […] A saber cómo hueles […]
Va a ser una buena idea que te la dejes puesta.»
(Y
todo esto la primera vez que toman contacto. ¡Increíble!)
Es
verdad que puedes encontrar, en cualquier sitio, personas obsesionadas con su físico,
con ligar, que tengan poco más en el cerebro, pero creo poder asegurar que ningún
compañero mantendría con una profesora una primera conversación que si hubiera
que tildar de algo sería de adolescente, más si ese compañero es el profesor de
Educación Física. No puede ser más tópico «…el
de gimnasia me da la dirección […] —¿Crees que te pido su dirección para ligar
con él […] Estoy casada […] Le miro anonadada. ¿Desde cuándo este tiene la
confianza conmigo para tener este tipo de conversación? Si habré cruzado cuatro
palabras con él la semana pasada…
—Sí, que aún recuerdo (el profesor) cuando iba de un instituto a otro […] qué alegría cambiar de aires,
saber que iba a estar poco, y que había todo un ganado que me estaba esperando
con los brazos abiertos […] Sí, profesoras más que receptivas y… bueno, algún profesor
también, para qué te voy a engañar […] A ver, que aquí donde me ves, yo a los
veintitantos tenía un polvo. Y dos.»
Y
también es verdad, afortunadamente, que los institutos no son centros de
reclusión, pero los alumnos no pueden salir de ellos a su antojo. Los padres
deben estar completamente tranquilos de que sus hijos quedan al cuidado de
personas consecuentes, de hecho, los profesores son responsables de lo que les
ocurra a los alumnos durante el periodo escolar, por lo que creo que ningún centro
dejaría salir alegremente a los chicos durante la hora de clase, por muy mal
que se encuentre la profesora, (dentro de nuestras funciones existen guardias,
para cualquier contratiempo que surja).
En
fin, he querido realizar estos comentarios porque la novela me ha parecido más
una novela de aventuras para jóvenes que una novela negra.
Los
personajes no son creíbles como tampoco lo es, la manera de llevar el caso.
Todo es extremista, todos están implicados, a nadie se le ocurre hablar con la
policía. Parece que alguien lo hizo, en su momento, con la guardia civil, pero
no creyeron nada, no tiraron del hilo, no hallaron pruebas… Imagino que este organismo,
en la actualidad, tiene medios y personal capaz de solucionar los casos, por
muy evidentes que parezcan los suicidios; no estamos en los años 50, ahora se
exigen pruebas para entrar en el cuerpo y, ¡espero!, que quienes están al mando
tengan estudios y conocimientos suficientes para no creer las evidencias de un
pueblo en el que nadie sabe nada, nadie ha visto nada, pero en el fondo todos
intuían que ni el ritmo de vida de dos profesores, Viruca y Mauro, era el
normal «A veces el dinero lo corrompe
todo. Pero ya estoy hablando más de la cuenta. No me hagas caso.», ni los
chicos Iago y Roi se comportaban de manera normal, ni los ricos del pueblo, los
Acebedo, eran buenas personas sino caciques. «Y a pesar de que hayan hundido la economía local, se les sigue
reverenciando.»
Todos
los personajes son extremos. Es una novela moderna y por lo tanto es normal que
Carlos Montero busque antihéroes, pero cuando todos lo son, pierden su
excepcionalidad de manera que el argumento se hace increíble.
Alumnos
liberales, más que liberales traumatizados por una infancia anormal y una
adolescencia caótica, en la que el sexo y las drogas campean como algo normal. Es
cierto que sólo se nombra a tres adolescentes del curso, pero también lo es que
si un alumno se presenta en clase, o en cualquier evento, drogado, los
profesores toman cartas en el asunto y aquí, todos lo saben y todos callan.
Por
su parte ningún profesor comparecería en casa de un alumno para hablar con él, sin
que lo sepan sus padres, ni mantendría una conversación en la que ni siquiera
se sitúa al nivel del alumno, sino que le suplica.
Todos
son raros, todos están rodeados de un aura de afectación y efectismo en sus
vidas.
¿Y
todos intuyen que algo no funciona excepto la guardia civil? ¿Nadie denuncia
nada?
«—¿Y entonces la guardia civil y el
juez por qué no dan con nada?
—A lo mejor fue un accidente… o a lo
mejor…
Mijaíl la mira recriminándola.
—O a lo mejor me estoy callada.>
Al
final descubren el caso entre un adolescente y una profesora que acaba de
llegar al pueblo, por lo que no conoce a nadie. Y de forma accidental, porque
“pasaban por allí” dos vecinos que casualmente estaban cazando con
escopetas. En fin, que el desenlace, una
vez que todo está liadísimo, se produce de pronto, súbitamente, aunque lo hemos
visto, desde el principio, previsible.
El desorden que dejas trata asimismo el acoso a través de
las redes sociales, fotos subidas a internet de chicos desnudos, o de
infidelidades en el matrimonio, temas que pueden advertir de las consecuencias
de publicar fotos o vídeos pornográficos y que van dirigidos a jóvenes. Si un
adulto engaña en su matrimonio intenta no dejar pistas y grabarse o
fotografiarse en posturas provocativas y excitantes no entra en sus planes. La
mentira en las relaciones de pareja también aparece, aunque suena algo
increíble que una mujer no se dé cuenta de que su marido se droga y trafica.
Pues
la protagonista de la novela, Raquel, es acosada por los alumnos, en su familia
política se siente presionada para darles dinero, su amante determinó publicar
imágenes explícitas de ese adulterio, su marido, escritor fracasado, decide
trapichear con drogas justo con aquellos que acosan a su mujer… cuando este
cúmulo de situaciones se dan en un mismo personaje, la novela pierde toda la
verosimilitud que necesita el género negro y pasa a formar parte de la
literatura juvenil.