Un
verdadero placer recorrer estas páginas pues la narración, amena, fluida,
intimista, se erige como una de las mejores prosas poéticas del momento por su
estilo ágil de frases más bien cortas, construidas con palabras en desuso,
términos arcaicos y localismos que aparecen junto a metáforas embellecedoras y
religiosas, confirmando así la armonía de la existencia y el carácter sagrado
de la lengua “…la mayoría [hablaba] en
una síntesis babélica donde una lengua ponía la letra y la otra la música”.
Me
gusta la prosa poética porque ensalza aún más, si cabe, el género narrativo,
porque la literatura proclama entonces a voz en grito su condición de ARTE,
porque es muy difícil ahondar en los sentimientos más íntimos sin caer en
tópicos o en ñoñerías, porque, no lo puedo remediar, hace que desee ser mejor
persona, porque, en definitiva, me devuelve la fe en el ser humano.
La
última novela de Luis Landero intercala, en una narración no lineal, recuerdos
de su infancia y adolescencia enmarcados en el presente.
El
primer capítulo constituye toda una declaración de intenciones, el proceso de
la escritura, en qué consiste la literatura, cuáles han sido sus consecuencias,
cuál puede ser su destino, la unión de la literatura y la vida o dónde está la
verdad ¿en el sueño o la realidad? En esta eterna pregunta introduce al tiempo
digresiones y metáforas que, con un delicado sentido del humor, van anunciando
lo que será el cuerpo de la narración.
El
último capítulo sirve de recordatorio de la finalidad del libro: agradecer a un
familiar, su primo Paco, “el artista”, que le hiciera soñar en la austeridad
del campo, agradecer a la literatura que dé sentido a la vida y agradecer a la
vida que “en cada pequeño acontecer, lo
trivial y lo misterioso van a partes iguales”.
Entre
ellos, dieciséis capítulos poblados de expresiones poéticas entremezcladas con
otras más prosaicas, según si las acciones van dirigidas a buenos recuerdos o
no tanto; descripciones minuciosas que certifican la grandeza y el poder del
campo, un lugar por el que apenas pasa el tiempo porque mantiene, ante todo, la
esencia de lo que es, para alejarse de cambios o modas diferentes. Al mismo
tiempo, la narración hace gala de un humor blanco, ese con el que se puede
describir sin ofender a gente desconfiada, rencorosa, supersticiosa, miedosa de
lo desconocido que, por el analfabetismo, constituía casi todo lo que no
formaba parte de la cotidianeidad. Campesinos de la España profunda y dura,
resignados a depender del arbitrio de la naturaleza y, probablemente por ello, ejemplos
de carácter austero, atormentado e inocente.
Dieciséis
capítulos llenos de recuerdos y connotaciones sensoriales: el ruido de la
garrota de su padre al dejarla en la percha, que anunciaba el final del
bullicio en la casa y la propia amargura de un hombre que no había conseguido
sus ideales, un hombre que como tantos otros había puesto sus esperanzas en el
hijo, sin tener en cuenta sus intereses o sus propios sueños. La intensa relación
con el padre queda marcada perfectamente en una narración que mezcla la 1ª y la
2ª personas como intentando formar una sola mediante el monólogo interior. El
narrador une en la imaginación lo que no pudo acercarse en la realidad.
Asimismo,
en su afán por ensamblar tiempos, espacios y realidades, los vocablos técnicos conviven
con otros cultos, con coloquialismos en desuso, arcaísmos o guiños literarios,
con metáforas e imágenes sinestésicas, de forma que Landero consigue una obra
atemporal enmarcada en un género universal “queda
tan solo una sensación casi inefable… hecha ya sentimiento. Y los sonidos, cómo
no, la banda sonora de la memoria… estos párrafos de sabor proustsiano, es algo
que… lo veo con una claridad nueva”.
Todo
se asocia en la mente de Landero; el estilo indirecto libre hermana personajes “y sin saber el nombre o el color era
imposible seguir adelante con la historia, a ver si entre todos logramos
acordarnos…”
El
humor se encarga de incorporar la lógica a la incultura “Mi tío Ignacio era muy lacónico y hablaba en sentencias. Una vez
visitó unas famosas ruinas romanas… Cuando le preguntaron al llegar, y ya para
siempre, tras mucho meditar dijo una sola frase: Aquello es un desastre”.
De
la misma forma las supersticiones se funden perfectamente en la tradición, en
una tradición tan remota que, a veces, llega hasta la mitología “Y el que planta un laurel, muere joven, eso
también está demostrado desde antiguo”
Esta
fusión de conocimientos, doctrinas y costumbres hacen del campo un entorno
misterioso y de los campesinos personajes sacados del realismo mágico “…se levantó una nube de pequeñas mariposas
blancas, y la amiga dijo muy contenta: Voy a recibir carta de mi novio… recibió
la carta… donde le comunicaba oficialmente la muerte de su novio”. Sin
embargo, estos personajes son en realidad personas que luchan a diario con y
contra la naturaleza, que no la contemplan “sino
que viven revueltos, confundidos con ella”.
Asimismo,
en el fluir de las páginas los recuerdos se acumulan con rapidez, agolpados en
la mente gracias a descripciones polisindéticas que no dan tregua a las
sensaciones “y allí comenzaba otro mundo…
los olores y los sonidos… emociones y asombros… el verde de los naranjos y
palmeras… y fresca geometría de azulejos y su fila de aspidistras…”.
Otras
veces aparece la nostalgia de lugares íntimos, propios para el refugio, propios
para soñar, para dejar volar la imaginación con tranquilidad, recorriendo
mentalmente a través del asíndeton aquello que nos era tan familiar, “…sobre el suelo se conservaban calabazas,
melones, camuesas, membrillos, de modo que aquellos lugares…”
Y
así la narración, como la vida, conduce a las personas, guía al lector para que
encuentre su refugio en este libro. Porque, ¿qué es la ficción sino una
realidad aligerada de tedio, reducida armónicamente a un argumento?
¿Podríamos
afirmar entonces que la realidad no es sino la conservación de imágenes
mentales que con el tiempo se convertirán en ficción argumental? Estoy
convencida de ello; sólo así relacionamos el soneto de Quevedo “Miré los muros de la patria mía” con la
descripción del paisaje en el que Luis Landero pasó su infancia y que años
después visita “…allí estaban las casas,
ya muy estropeadas, sin hojas ni marcos en las ventanas y en las puertas, los
muros agrietados, los tejados rotos y vencidos…”
Llegados
a este punto cuesta trabajo establecer si El
balcón en invierno es una poesía novelada o una novela en la que se funde
el sueño con la realidad, sin establecer dónde empieza lo uno y termina lo
otro; porque así somos, unas veces tenemos la impresión de vivir un sueño “…de nuevo en camino hacia la gran ciudad…
donde los sueños pueden hacerse realidad”, y otras intuimos que ese sueño
fue real “época febril que recuerdo como
un sueño lleno de humo y de un soniquete que aún sigue invicto en la memoria”