martes, 23 de julio de 2019

TRES MANERAS DE INDUCIR UN COMA



Es raro cuando acabas de leer algo y tienes sentimientos encontrados. No había oído nada de esta novela, no conocía a la autora, no me gustó la portada cuando me la enseñó mi hermana. Ella compró el libro porque le hablaron bien de él, supergracioso, ameno, de escritura parecida a Eduardo Mendoza. Esto terminó de ponerme en su contra, pero le di un voto de confianza a la editorial. A mi hermana finalmente no le gustó. Yo, como ya he dicho, siento impresiones desiguales.

El recientemente fallecido (17-07-2019) a los 93 años Andrea Camilleri, homenajeó a su admirado Vázquez Montalbán con su genial personaje, el comisario Montalbano. ¿Pretende Alba Carballal lo mismo con Federico Ramírez, o quiere reproducir al innominado “loco” de Eduardo Mendoza? Pues no es lo mismo. Camilleri tenía su estilo propio y, simplemente se acercó a Vázquez Montalbán mediante un guiño a su nombre. Los personajes no se parecen, cada uno tiene su personalidad y su propia forma de actuar. Carvalho algo más amoral que Montalbano. Nada que ver entre los personajes ni entre el estilo de los autores. Sin embargo, al comienzo de Tres maneras de inducir un coma tenemos la sensación de estar ante una copia de algo escrito por nuestro querido y admirado Premio Cervantes. Digo “la sensación” porque, como ocurre con los grandes, no hay comparación posible; la sorpresa con la que recibimos a este entrañable desalmado de El laberinto de las aceitunas se ha esfumado al leer las aventuras de Ramírez. Es una copia, y nunca es lo mismo. Si no hemos leído al maestro puede parecernos buena la copia, pero si nos hemos regocijado con él, tanta coincidencia cansa, incluso molesta.

La novela de Alba Carballal trata de un transexual, ahora Natalia, que, al ser repudiado por su acaudalado padre, contrata a Federico Ramírez para que entable amistad y se entere de si piensa o no desheredarlo. Federico se entrega a esta labor sacando todo el dinero que don Joaquín Mendoza está dispuesto a ofrecerle, ya que es la forma idónea con la que Federico puede salir adelante junto a su madre (ninguno de los dos trabaja).

Cuando Joaquín le confiesa a Federico que ha pensado desheredar a su hijo Eduardo (Mendoza) por convertirse en Natalia e intentar robarle, y entregarle a él toda su fortuna a su muerte, éste se lo desvela a quien lo contrató, la hija de Joaquín. Esto desembocará en una historia rocambolesca en la que se irán uniendo los personajes hasta llegar a un final sorprendente.

El argumento es original, está bien ideado; la estructura es bastante singular; dividida en tres partes, cada una dividida en capítulos dispuestos como secuencias subtituladas, monólogos interiores, guiones cinematográficos y el relato de un partido, y un epílogo. Sin embargo el estilo es desigual; no me refiero a la diferencia obvia entre la narración del partido y el guion televisivo, sino que la expresión no es uniforme respecto del protagonista principal.

Federico pretende, al principio, ser un calco del antihéroe protagonista de las novelas de Mendoza, pero eso es imposible dadas las bases sobre las que se asienta. El innominado del barcelonés está algo, o muy desequilibrado; la vida no le ha sonreído porque, sobre todo, tiene a todos en su contra, desde el director del psiquiátrico hasta la policía. Es un personaje del absurdo, pertenece al mundo onírico, por eso todo lo que se propone le resulta fallido, desde comer o lavarse hasta vestir o mantener relaciones sexuales; como prototipo del surrealismo enternece en ciertos momentos, hace reír en muchos y consigue que, en algunos, nos identifiquemos con él. Federico pretende ser un pícaro, alguien perteneciente a una fructífera, en su momento, ahora obsoleta, tradición española. No hay pícaros en la España de hoy, hay sinvergüenzas o aprovechados que consiguen llevar una vida normal, por lo que no causa risa, sino pena y desilusión ante el ser humano: «con el gesto tierno y apenado en el rostro de quien tiende la mano a un niño que mendiga en la calle, me la guardó en el bolsillo del pantalón junto a unos cuantos billetes». ¿He dicho que Federico tiene más de 40 años? Pues aún tiene la desfachatez, después de no haberse esforzado en conseguir un trabajo o ser útil a la sociedad, de compararse a los parias de la tierra, aquellos lejanos del P.C. «un vistazo al monumento dedicado a los abogados laboralistas asesinados en el número 55 de la calle Atocha. Su abrazo conjunto tuvo a bien recordarme que […] siempre existiría un colectivo al que rendir pleitesía y demostrar lealtad: los parias…» Federico es un vago, alguien sin ambiciones (y lo sabe) que no deja de lamentarse en vez de buscar un trabajo; vive mucho mejor de lloriquear para sí mismo y sacar todo lo que pueda sin esfuerzo «Allí estaba el reputado señor Mendoza [,,,] rodeado de abultadas bolsas de tela llenas, supuse yo entonces, de espléndidos regalos para su familia y amigos; y a su lado estaba yo, un paria en chándal a quien no le quedaba nada que ofrecerles a los pocos seres queridos que le quedaban […] Toma. —Joaquín me tendió las cuatro bolsas—».

En otras ocasiones se sobrevalora en exceso cuando en realidad es alguien sin criterio, apático, sin intereses excepto por lo que no le ha costado esfuerzo conseguir, «pese a todas mis reticencias con respecto a las nuevas tecnologías y a la pérdida de libertad que implica estar comunicado las 24 horas del día, hasta un imbécil como yo sabe que los regalos de una amante no se deben rechazar».

El lenguaje que usa Federico durante la novela es desigual, el anticuado y relamido de algunos capítulos «mordaz divertimento que en un ejercicio de empatía con los bufones […] la carencia de sentido del ridículo que había ido desarrollando a lo largo de los tres anteriores lustros…» plagado de tecnicismos y latinismos (dipsomanía, procrastinación, óbice, estupor…), pasa en otros a un nivel coloquial, base fundamental de una sintaxis culta en la que de vez en cuando, se cuela un coloquialismo excesivo que contrasta con el resto «una muchacha que parecía estar siendo abducida por la pantalla de su ordenador portátil, y dejé frente a mí el libro y la copa de morapio…».

Aún hay otro remedo respecto del que mantuvo La aventura del tocador de señoras; éste vive solo aunque tiene una hermana, Cándida, que paradójicamente es puta. Federico también tiene a alguien en quien confía, su monitora de piscina, Susana, que por supuesto trabaja de prostituta por las noches. ¿Sólo yo veo la similitud semántica en los nombres Cándida y Susana?

Por último, las novelas de Eduardo Mendoza tienen el aire fresco del sentido del humor absurdo, gamberro y la genialidad de haber instituido un estilo propio. Con Tres maneras de inducir un coma no me he reído. Los personajes son depravados, la posible crítica a una sociedad aún machista, que podía venir de la mano de Natalia, queda desdibujada en la propia transexual, resentida con sus padres, y por extensión con el mundo, pasa de ser educada como el típico niño-macho cuando era Eduardo Mendoza «El día de su decimoctavo cumpleaños fue la primera vez que su padre lo invitó a un burdel» a ser la típica mujer-choni cuando es Natalia Mendoza, que además, como colmo de la inserción del movimiento LGTBI es una mujer lesbiana, creo que esto resulta casi ofensivo, o por lo menos sin gracia «¡Que es muy puta, Natalia, niña, que parece que duerme contigo! Fijo, pero fijo, que se ha enrollado con otra. O lo que ya sería el colmo, reina, porque sería el colmo, con otro […] Eso no se lo perdones, que si no ésa se te sube a las barbas que ya no tienes, y a ti nadie tiene por qué tomarte por tonta». En sus monólogos interiores, Natalia exagera en todo, en la forma tópica de autodenominarse (niña, pibón, rica, hija mía, chica, mona, reina, guapa…), en cómo lo toma todo por la tremenda, en el mal gusto, del que hace ostentación a pesar de no pertenecer a ese nivel sociocultural… así pues, tras ocho monólogos la sentimos ficticia, cansina.

El padre de Natalia, Joaquín Mendoza, prototipo del “macho ibérico” de toda la vida y, a todas luces desfasado, aunque tiene expresiones incorrectas «No sabes lo difícil que es tener dinero y hacerse viejo con dignidad, chaval» (debería saber que para llegar a esperpento en la vejez ha tenido que ensayar toda una vida), y se comporta de forma insultante hacia el ser humano, es el único que muestra algo de empatía con quienes considera amigos «No quiero que ese malnacido se quede nada. Y aunque esto te va a parecer una mariconada, tú eres lo más parecido a un hijo que tengo».

A lo largo de la novela aparecen alusiones a los grandes, por supuesto Eduardo Mendoza está siempre presente, pero hay referencias a Juan Marsé, menciones a Quevedo «Poderoso caballero es don dinero», puntadas a González Harbour «célebre cuadro […] que representa a un perro semihundido en una duna…» ¿Ha leído Carballal El sueño de la razón? Es posible. Y un guiño apenas perceptible a Valle-Inclán al dotar a la pareja Joaquín-Federico de unas características antitéticas a las de Max Estrella y don Latino, ya que, en su recorrido por Madrid, los personajes de Alba Carballal destacan la incultura de los ricos, la falta de aspiraciones de los pobres y la zafiedad del mundo, «…una pareja de argentinos que le explicaban una de aquellas imágenes a un matrimonio de acento cordobés […] una excursión del IMSERSO albaceteño plagada de señoras que pronunciaban sus nada modestas opiniones sobre las pinturas […] un guía disfrazado de Velázquez […] mezcla explosiva en la que se reconocían rastros de café, sudor y tortilla de patatas». Esto pertenece sólo a un recorrido por el museo del Prado. Lo encuentro todo demasiado manido.

Sin embargo, cuando se despoja de las repeticiones, Carballal saca su imaginación y, consigue al final, construir una novela inteligente. No es humorística. Es dramática, trágica, pero sólo cuando se despoje de peculiaridades ajenas, creo, llegará a ser una gran escritora. Ojalá.

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