sábado, 30 de marzo de 2019

EL SUEÑO DE LA RAZÓN



No cabe duda de que Berna González Harbour está consiguiendo el personaje redondo, perfecto. La profundidad psicológica con la que María Ruiz es tratada llega tan hondo que es ya como de la familia. Para lograrlo la autora utiliza una técnica que me parece totalmente acertada: dejar el final abierto; no en los casos que trata en la novela correspondiente, sino en la situación de esta comisaria. María Ruiz ha deambulado en diferentes entregas por Soria, Santander o Madrid para resolver, en cada una, el asunto que le mandan, como la muerte de un anciano a manos de su mujer, o el que se encuentra al visitar a un amigo y compañero del cuerpo. Precisamente será por actuaciones como la de Las lágrimas de Claire Jones, en las que al investigar saca a la luz la propia corrupción policial, por lo que la comisaria Ruiz está apartada del trabajo, suspendida, relegada en Madrid a la espera de su juicio. Pero a ella le da igual, no puede evitarlo, así al ser testigo de lo que parece un asesinato, decide investigar con los amigos que aún le quedan, porque intuye que no es un hecho aislado sino que tiene que ver con situaciones protagonizadas más por un demente que por una persona con mero instinto destructivo. Y así se introduce en El sueño de la razón con Luna y Nora, el antes y el ahora del periodismo, pero ambos igual de buenos y válidos, con sus compañeros Martín, Esteban y, aunque no lo sepa del todo, Tomás, y con Eloy, un okupa, menor de edad, amigo de Sara, la chica asesinada.

Entre todos refrescarán al lector, o pondrán en su conocimiento, datos sobre Goya, sobre sus Pinturas Negras, el porqué de su realización y, por supuesto, la consecuencia, el exilio del pintor, dejando en las paredes de la Quinta del Sordo las últimas de la serie.

María no puede investigar, está inhabilitada, sin placa, sin arma hasta que se celebre la vista de su juicio por desobediencia en el caso anterior, a pesar de resolverlo aun a costa de dejar en él casi su vida. Pero una detective como María no puede quedarse de brazos cruzados, así que en El sueño de la razón la veremos con vaqueros y camiseta y utilizando un medio de transporte que no le dará, en principio, ninguna ventaja, la bicicleta.

Sólo en bicicleta, desarmada, se enfrenta al asesino, un loco con ganas de figurar que se dedica a dar vida a los cuadros más famosos de las pinturas negras, para lo cual no le importa matar animales o personas y dejarlos en posiciones similares a las reflejadas en las obras.

Aunque todo se base en un pintor del siglo XIX, los conflictos que abordan las diferentes voces narrativas son totalmente actuales, la mala relación entre padres e hijos hasta el punto de que los menores se van de casa para vivir de okupas

Mientras se alejaba se preguntó cuántas veces habrían acompañado a Eloy ese padre directivo o esa madre ejecutiva y pija […] la vida tal vez se había convertido en una mierda para los niños especiales de Madrid.

El desprecio con que el gobierno (incluso el actual) trata a sus artistas, también es evidente, permitiendo que se vayan del país, es más, obligándolos a irse e intentando borrar cualquier vestigio de obras que son, o han podido resultar, inconvenientes pues hacen pensar al pueblo

En Londres alguien habría sacado brillo al sitio, habría puesto una taquilla y organizado recorridos y visitas infantiles en las que sumar estatuas a cambio de una estimulante puntuación final, pero en Madrid también podría haber sido peor.

El poder del pueblo, capaz de hundir a alguien basándose sólo en conjeturas sin profundizar o esperar a que los profesionales sean quienes juzguen, conformándose con lo dicho a los cuatro vientos por la prensa amarilla en programas de televisión, donde quienes participan en ellos no tienen la titulación o no ejercen su labor con rigor. Hay una crítica, un tanto velada, al sistema educativo «Los niños aquí se subían a los tanques en lugar de aprender historia imaginando fantasmas de la monarquía junto a un guía creativo, qué se le iba a hacer».

En El sueño de la razón también encontramos datos históricos, repartidos en pequeñas dosis que, no sólo no se hacen inapropiados en una novela negra sino que son fundamentales para conocer al asesino, su razón —o falta de ella— para actuar de esa manera, y para conocer algo más de esa época y la España que teníamos, «Fernando siempre había sido un insidioso, un felón, príncipe o rey, como Carlos IV había sido un tontorrón y su mujer, la reina María Luisa, una alegre manipuladora de formidable autoestima pese a su figura desgarbada y pronto avejentada» y aun aparecen críticas actuales, en las que quedan implicadas la monarquía, el gobierno y, sobre todo, los gobernantes ávidos de poder a costa de lo que sea: «A finales del XVIII […] los ilustrados propugnaban la verdad. Los Borbones y la Iglesia se aferraban al pasado. […] España volvía a quedar sumida en las sobras, era una historia repetida. Había ocurrido en 1814, en 1936 y a ratos volvían a refulgir señales desalentadoras en pleno siglo XXI».

Y, por supuesto, el tema del acomplejado por no ser igual al resto, el sentimiento de inferioridad que alguien, inválido por diferentes motivos, puede llegar a experimentar hasta el punto de desear romper con todos aquellos que le han mostrado cariño y que ahora pueden sentir pena. El miedo a desarrollar lástima en vez de amor puede llegar a anular a las personas, que se olvidan, o no, de lo que son capaces, a pesar de su invalidez porque en sociedad, en la pareja, “hay” que mantener una relación de igualdad «Que Tomás no quisiera verla a ella podría ser incluso comprensible, un hombre entero como él tan impedido en su cuerpo, y sobre todo en su amor propio».

Berna González no escatima a la hora de enlazar subtemas, todos importantes pues todos entroncan con el caso principal. De esta forma, cuando el asesino necesita esconderse en algún sitio, la autora no duda en elegir los túneles que recorren la M-30 actual y que sirvieron en el pasado para correrías de los Borbones y de Napoleón y hoy, aunque parezca increíble son utilizados como vivienda por los mendigos. Una probable llamada de atención a las autoridades para que solucionen los innumerables casos de pobreza que se dan en España en general y con mayor afluencia en las grandes ciudades, «ahí terminaba el túnel del que procedían, se ampliaba el espacio […] Debía ser una de las gigantescas cámaras de seguridad construidas en el subsuelo cuando se soterró la M-30 […] el suelo albergaba cartones amontonados sobre volúmenes indefinidos […] pequeñas moradas de seres que habían encontrado ahí, en el subsuelo, un hogar desvencijado».

Y hay aún otro tema, casi oculto pero al que no le hace falta exhibirse más; la envidia capaz de corromper a un país en el que el mediocre ansía los éxitos del que vale. Y no hay nada peor que un envidioso, porque nadie sabe hasta dónde puede llegar para que los demás no obtengan aquello que él no puede. «La universidad es el lugar más envenenado que puedas imaginar […] Cuando consigues una plaza te empiezan a odiar. Cuando publicas te siguen odiando. Cuando logras un contrato te hacen la vida imposible. Y ahora esto.»

Por último, los narradores van poniendo al tanto de las novelas anteriores, al menos para que el lector novel en los casos de la comisaria Ruiz sepa por qué actúa sola, por qué no puede ponerse en contacto con su equipo y a qué ha debido renunciar, como tantas mujeres, para ejercer bien su trabajo; de nuevo llamada de atención al gobierno para que la mujer no sea discriminada si quiere ser madre, ya que el hombre no tiene ese problema.

Fantástica novela que nos permite reflexionar sobre problemas actuales, problemas de los que mucha gente no es consciente porque cada vez se piensa menos, los jóvenes tienen menor capacidad de concentración y esfuerzo y se dejan llevar por los programas mediáticos que distraen con acrobacias, canciones o gritos —que no conversaciones—. Una pena porque, desde ese punto de vista, hemos avanzado poco desde la España crédula, supersticiosa e ignorante del siglo XIX.

Así pues, como toda buena novela policial, la realidad está presente y en ella aparece a modo de enigma, un horroroso crimen en el que el asesino es un terrible imitador de un célebre artista internacional, paradójicamente este artista fue humillado y denostado en su época, alguien no imitable. El conflicto se va complicando y el lector lo sigue a la perfección de la mano de la comisaria Ruiz. Nos vamos enterando al mismo tiempo que ella de las nuevas pistas, incluso en ocasiones nos hacemos las mismas preguntas antes de leerlas. La estructura de la novela es totalmente actual. Son cinco capítulos que comienzan con cinco entradas de un blog y que, cada una, contiene distintos apartados para que quedemos enterados de lo importante que rodea el caso: la casa de okupas La Dragona, el nuevo personaje Eloy, quien puede dar juego en otra novela dado su final abierto, el compañero y amigo Rodrigo Tesón, que testificará a favor de la comisaria Ruiz, el protagonista de los hechos, Yago y el final, su Casa de locos, donde entendemos las dudas que aún quedaban.

El argumento, la resolución de los crímenes y el por qué, son fundamentales, pero dado que los crímenes incluyen animales, personas de gran nivel cultural y otras de escaso entendimiento y recursos, las diferentes personas narrativas 1ª o 3ª ayudan a entender los hechos profundizando en el carácter de los personajes. El análisis psicológico está conseguido, incluso con escuetas descripciones o diálogos «Él siempre estaba silencioso y sereno en la cocina pelando patatas que había conseguido en algún desecho de supermercado […] por qué no vivía con esos padres y esa hermana —de los que, sin embargo, conservaba una foto desgastada en una pared de su habitación—».

Es curioso que en este caso sea precisamente la policía quien entorpezca la investigación de María, o no la llevan al mismo tiempo por la falta de comunicación requerida. No obstante, el equipo es eso, un equipo de amigos y todos estarán ahí para salvar a su jefa cuando ella lo requiera.

El lenguaje también es totalmente actual, coloquial, blog, okupa, twitter, whatsApp, en línea, gilipoyas. Aunque encontramos términos cultos, erróneos, voluptuosas, inhóspito, mentón, zozobra, felón. Léxico técnico, frescos, frenología, geolocalizar. Incluso americanismos: olor a chimbo.

La narración es muy buena, a veces mezcla pensamientos con los diálogos, consiguiendo una descripción anímica total del personaje. Otras veces pretende dar la misma importancia al contexto (fundamental en la novela) que a los personajes principales o al caso, para ello emplea con bastante fortuna paralelismos anafóricos:

Había un contexto.
Había una lección.
Había una inspiración.
Había un genio.

De esta forma el lugar, habitado por locos y mendigos se une a ese genio inspirador que terminó loco y arruinado y a los crímenes que se comenten en la actualidad, reflejo de los que Goya expuso en su arte.

Y en medio de tanto dolor, de tanta crueldad, el humor, la ironía, relajan, de cuando en cuando, la lectura, y nos sumergen en la sociedad actual con toda su diversificación:

“Todos somos Saramú. Abajo el heteropatriarcado” era la primera opción.
Y “Todos somos Saramú. Abajo el heteropatriarcado y la policía fascista” la segunda.

Aquello sí era nuevo. ¿Pelín machista? Creía que lo era entero, pero Nora tenía razón.

Tesón y Ruiz entraron en el primer sex-shop […] Había collares de terciopelo, otros de cuero con tachuelas e incluso de piel sintética para veganos.

Pues, no sé el resto de lectores, pero yo ya espero ansiosa la siguiente entrega.

domingo, 24 de marzo de 2019

30 MANERAS DE QUITARSE EL SOMBRERO



30 Maneras de quitarse el sombrero son historias de diferentes mujeres en las que aparece el amor y la admiración que Elvira Lindo siente por ellas. No falta el humor, ni por supuesto la ternura, aunque la voz firme sobresale para incitar al lector a que se dé cuenta de la valía de la mujer en general y de algunas en particular, que incluso sólo son famosas porque conocemos sus nombres aunque los libros no lleguen a contar del todo el porqué de su renombre.

El estilo, fiel a la autora, es totalmente expresivo y afectuoso, en el que predomina un registro coloquial informal. Las palabras fluyen de forma natural aportando, en ocasiones, pequeñas dosis de humor o ironía; lo justo para que prevalezca en los relatos la alegría, que no la hilaridad «En cuanto a la gordura, de la que la pintura ha dejado tan espléndidas muestras, ha sido la consecuencia más de la mala alimentación que de la estética». El tema de todos los artículos, así podríamos calificarlos, es el reconocimiento hacia miles de mujeres que, siguiendo el camino de las treinta elegidas (podrían haber sido otras treinta diferentes), no desfallecen ante la sociedad que les niega su valía.

Elvira Lindo atrapa al lector desde el primer momento puesto que empieza narrando, de todas ellas, una determinada (o varias) hazaña de su vida. No son pues biografías, pero es tan sólido lo que relata que el receptor se siente próximo tanto a la narradora como al personaje del que nos cuenta algo. Entendemos a estas treinta mujeres (incluida ella), su sufrimiento, más o menos escondido, para conseguir ser reconocidas; entendemos sus debilidades, sus traumas, fruto de una sociedad injusta cuya forma de evaluar es diferente para el hombre o para la mujer; y entendemos su capacidad para poder romper con todo y mostrarse como son porque la autora las presenta de una manera totalmente cercana. La función fática es importante, por eso no duda en comenzar los relatos in medias res, para ir directamente a lo que quiere resaltar de ellas. No interesa, a veces, la fecha de nacimiento, el lugar, la infancia… aunque se deduzca conforme vayamos leyendo sobre la homenajeada. Otro recurso, que Elvira Lindo utiliza con gran maestría, es comentar algo de su propia vida, de su experiencia, que se aviene o contrasta con lo ocurrido a la protagonista del relato; es una técnica con la que consigue conectar con el lector, y al mismo tiempo humanizar a estas mujeres insignes, pues si bien es cierto que algunas, incluso, han quedado deificadas por la historia, como el caso de Ana Frank o Patricia Highsmith, todas han debido luchar con los demonios que ocuparon sus mentes o sus cuerpos durante bastante tiempo.

Al comenzar a leer un relato, el lector no sabe muy bien por dónde continuará la historia; por eso mismo el interés no cesa hasta que se ha terminado. Ayuda, por supuesto, a este interés el uso de la primera persona plural, ese “nosotros” en el que la autora se introduce y nos inmiscuye consiguiendo una socialización de su texto y una identificación o rechazo del lector hacia el personaje «por qué a estas mujeres cosmopolitas y cultas […] no se las conoce más a fondo en este presente en el que tanto hablamos de la memoria».

No debemos olvidar la utilización, en tercera persona, de un narrador deficiente, esto es, no sabe a ciencia cierta lo que piensa el personaje, pero lo imagina según oídas sin fundamento. Este uso es ideal para poner en marcha la ironía mediante la que, sin pretendida malicia, consigue retratar con humor lo contrario de lo que está afirmando «Ay, pobrecillos los maridos de las mujeres que se expresan libremente, lo que deben de sufrir». Esta figura literaria, esta lítote, queda reforzada con el diminutivo y la ausencia de signos de admiración, lo que resta aún más la credibilidad de lo declarado.

La conexión con el espectador es constante, fruto de su narrativa casi conversacional donde encontramos ejemplificaciones, que ayudan a entender lo escrito, o apóstrofes lo suficientemente explicativos como para aludir a la intención de la autora «cuando ella y sus hermanas irrumpían en aquella habitación su madre retiraba el cuaderno a un lado, como si quisiera dar a entender que estaba haciendo algo tan prosaico como la lista de la compra» «… Estados Unidos, el elefante que duerme al otro lado de la frontera…».

Hay algo que los treinta relatos tienen en común, es que todos, incluso o especialmente el dedicado a la autora, parten de la niñez de las protagonistas porque, efectivamente, la niñez es una etapa en la que, a veces sin darnos cuenta, sin ser conscientes siquiera al llegar a la madurez, se fragua el carácter de las personas y ya se sabe, las mujeres lo hemos tenido normalmente más difícil. Sobre todo éstas, nacidas la mayoría en el siglo XX, época en la que a las niñas se les enseñaba labores del hogar y se las preparaba sobre todo para ser sumisas, agradables, educadas, es decir para ajustarse fielmente a las normas impuestas por los hombres que regían el mundo. «Que la homosexualidad se cura es algo que hoy sólo creen algunos fanáticos religiosos que mandan a sus hijos a terapia. Pero en los años cuarenta, aquellos tratamientos psiquiátricos gozaban de cierto prestigio…». Por eso se eleva la voz de Carson McCullers quien intuyó que, no sólo los hombres, todos tenemos necesidad de ser oídos y entendidos, desde el homosexual hasta el negro o la mujer, de ahí «los discursos enardecidos de sus personajes, discursos porque en ocasiones hablan como si estuvieran ante un público que no ven».

Entre las mujeres homenajeadas está Alice Munro quien, en los años 60, obtuvo un lugar destacado entre los escritores canadienses; curiosamente, mientras otros titulares anunciaban a sus compatriotas, el que encabezaba un reportaje sobre ella «delataba una clara condescendencia: “Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos”». Pero no había problema, de niña había sido educada en un ambiente fanático religioso en el que se la preparó convenientemente para la invisibilidad. Por fortuna, mujeres como ella reaccionaron y se obligaron a escribir una realidad dura, la de la vida que les tocó en suerte. Una vida que las juzgó (¿nos juzga?) por su aspecto físico antes que por su mente, hasta el punto de insultar, ofender, denigrar a todas aquellas que como Mary Beard, a pesar de ser una prestigiosa investigadora del mundo clásico, a pesar de que «A ella le importa un pimiento no ser bella» los críticos televisivos se dedicaron a «describir la vestimenta poco cool de la sabia dama» y tuvo que soportar comentarios en twitter tipo «Puta apestosa. Seguro que tu vagina da asco». Pues gracias a esta poco “agraciada” señora conocemos todo lo relativo a la Antigua Roma aunque “eso” en esta sociedad hipócrita, superficial y machista no sea primordial.

El consuelo es que Beard «decidió investigar sobre la naturaleza de quien insulta». Esos pensamientos, esos análisis también valdría la pena leerlos.

Caso contrario es el de Lucia Berlin, bellísima alaskeña que escribió a pesar de su alcoholismo, heredado de su madre, de sus diferentes compañeros y de sus cuatro hijos a los que nunca abandonó «cuándo escribió Lucia Berlin, cuándo tuvo tiempo esta mujer que sobrevivió a una aventura iniciada desde su nacimiento».

Sally Mann tampoco fue una madre al uso pues se enfrentó, desde Virginia, a todos los EE.UU. al fotografiar desnudos a sus propios hijos. «La tacharon de mala madre» aunque sus fotos, «Sus imágenes captan lo local, lo doméstico, y lo elevan a la obra de arte».

Otra manera de quitarse el sombrero, de no ajustarse a las normas sociales, es celebrar el dolor; es lo que viene haciendo Marjorie Eliot desde hace veinte años, cuando murió su hijo un domingo; esta pianista decidió abrir las puertas de su casa todos los últimos días de la semana a las cuatro de la tarde para tocar por su hijo y dejar paso a quienes quisieran unirse; es «el dolor transformado en música. La música como tratamiento paliativo contra la pena».

Son diferentes formas de no hundirnos en el dolor; todas pasan por sacarlo a la luz, por hacerlo partícipe a los demás para que puedan sentirse identificados, para, de manera catártica, sentirse arropados, unidos a los otros. Es lo que puso en marcha Olivia Laing al escribir «con valentía y desgarro cómo experimentó el mordisco rabioso de la soledad». Al contar nuestra invisibilidad por escrito dejamos de ser invisibles, que es en resumidas cuentas lo que se ha pedido a la mujer desde siempre. Por eso, creo, nos gustan las historias en las que el personaje femenino rompe con lo establecido y decide hacer o decir lo que piensa, aun siendo castigada por un final didáctico o moralizador. El final es lo de menos, lo importante son los hechos que lleva a cabo esa mujer y que le estaban vetados como Madame Bovary quien no duda en quitarse la vida, dejando a una hija y a un marido —buenísimo— porque no es esa la que ella anhelaba vivir. Este mito feminista no está en el libro de Elvira Lindo, pero sí aparece Pippi Calzaslargas, un ejemplo de todo lo que una niña no debía hacer, rechazar las normas, vivir en libertad, amar la naturaleza, preocuparse por los demás y no por ella misma. Puede que sea antipedagógica pero «Qué alivio a veces huir del ruido de lo real para refugiarse en un lugar familiar y querido de nuestra imaginación infantil».

Otro mito de la literatura es Tristana, qué duda cabe. Un afamado crítico cinematográfico (Alberto Sáez) ya vio en la Tristana de Buñuel al personaje feminista, Elvira Lindo también encuentra en la de Galdós a una mujer «inquieta que no hallando satisfacción en la relación amorosa busca refugio en una parte recóndita de su corazón […] No hay hombre a la altura de Tristana, y tampoco hay cárcel que la encierre».

Tanto Pippi como Tristana son personajes literarios pero, dejando a un lado que podrían ser reales, también es de agradecer que bien mujeres u hombres nos recuerden que el sexo femenino puede, y debe, reivindicar su posición en la sociedad. Por eso me han impactado especialmente dos historias, por motivos distintos, una la de Joyce Maynard quien, a sus dieciocho años, en 1972, recibe cartas de J.D. Salinger, de cincuenta y tres, proponiéndole, debido a su buena escritura, una vida juntos, llena de éxitos e hijos. Cuando «el escritor vio saciado su capricho y hubo vulnerado la inocencia de la joven admiradora […] la mandó de vuelta a casa, no sin antes reprocharle no haber estado a la altura de sus expectativas y de hacerle prometer que jamás revelaría la experiencia». Hasta 1998, Maynard no se atrevió a confesar su historia y, sorprendentemente, fue criticada y humillada por críticos, tanto masculinos como femeninos. Hoy han salido nuevos casos de mujeres que tuvieron la misma experiencia que ella con Salinger. Ya es hora de desmontar mitos.

El otro caso que me ha impactado es el de María Guerrero, mujer luchadora, dedicada toda su vida al teatro, en la escena o como empresaria, que triunfó en España e Hispanoamérica aun a costa de hacer renunciar a su hijo a un matrimonio que no estaría del todo a la altura de la nobleza con quien ella trataba. De esta forma, Fernando Fernán-Gómez, otro de los grandes de España de todos los tiempos, creció ignorado por su padre y su abuela paterna. Es una pena que María Guerrero no llegara a ver hasta dónde llegó ese nieto que no quiso.

Por último, la propia recopiladora de estas historias y escritora del libro, Elvira Lindo, lamenta la falta de sentido del humor de un país, el nuestro, que la tachó de frívola por sus escritos de Tinto de verano, en donde ella aparece como irreflexiva y su marido como inocentón; y sin embargo es gracias a personas con humor que la vida se hace más llevadera, así que aunque Elvira Lindo opine que «soy una mujer inconveniente, incorrecta, insumisa», sabe a ciencia cierta que «los que me quieren me quieren precisamente por eso».

Sigamos el ejemplo de estas treinta mujeres, y tantas otras y, aunque duela, ejerzamos por el bien de todos nuestro derecho a la libertad.

sábado, 16 de marzo de 2019

COMO TÚ



Es necesario que sigan publicándose cuentos, novelas, poemas, ensayos, manifiestos, eslóganes… sobre la igualdad entre sexos. Sobre la igualdad entre las personas. Sobre el mismo trato hacia todos. Porque incluso los que nos consideramos feministas (y hay que tener en cuenta que feminismo es el “Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre” según el DRAE, y que no hay que confundir con femenino o con el antónimo de machismo “Actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres”), a veces tenemos actitudes machistas, por educación, por tradición o por falsa modestia.

El caso es que hombres, y mujeres, que quieren la igualdad, en ocasiones nos encontramos con actitudes en circunstancias que, si se meditan bien, rechinan. Porque es corriente al hablar con un ser querido, nombrarla como preciosa o princesa, si es una chica pero es más difícil que alguien llame precioso a algún chico. Incluso hay veces que al saludar a una conocida, un hombre (no machista) pueda decirle adiós, guapa, pero nunca dirá hasta luego, guapo.

Es sólo una muestra; el día a día está lleno de ellas, quién compra lo que se debe comprar, no lo que le mandan, quién tiende, quién barre, quién cocina, quién limpia, quién arregla una lámpara, quién pone un enchufe. Cada vez menos, pero aún quedan casas que se rigen por patrones tradicionales y que van encaminados a que el hombre use la razón y la mujer el sentimiento. Lo peor es que no somos conscientes de la distinción y que, incluso mujeres creen que ellas, por serlo, harán mejor unas cosas y los hombres por ser hombres, harán mejor otras.

Por esto es necesario que todos tengamos, no sólo los jóvenes, como libro de cabecera Como tú. Son veinte relatos cortos que abogan por la igualdad. No tienen, cada uno, más de tres o cuatro páginas y van ilustrados con un dibujo alusivo al texto. La edición, de Anaya, es muy buena, y el contenido, tanto de textos como de imágenes, viene avalado por grandes escritores e ilustradores que han sido merecedores de diferentes premios a lo largo de sus carreras. Además el hecho de ser un proyecto de Fernando Marías ya es una garantía de genialidad.

No puedo decir que me haya gustado más uno que otro. En general el estilo de todos los autores es informal, perfecto para ir dirigido preferentemente a los jóvenes; los términos empleados suelen ser directos, corrientes aunque sin vulgarismos. La narrativa es eficaz porque apunta de forma espontánea a hechos que ocurren hoy, que son usuales entre los adolescentes (y aun en adultos), y aporta finales que dan que pensar; en algunos de ellos se puede observar que la solución para resolver desigualdades entre los sexos es mucho más sencilla de lo que imaginamos; por supuesto, todo es más fácil si partimos de una edad temprana, de cero, para educar en la igualdad.

Los autores son diversos, por lo que cada uno aporta peculiaridades que transmiten con claridad distintos matices para conseguir dotar de humanidad a los personajes, ya sea con pasión dramática «soy una compañera leal, tengo los mismos gustos que tú…», con expresiones impulsivas «¡Te querré toda la vida, hagas lo que me hagas!», con anáforas o paralelismos enérgicos «mujer libre, libre de cadenas, libre de mandatos y sumisiones», con bellas imágenes «las rejas eran invisibles» o eficaces enumeraciones que facilitan la comprensión del mensaje «voces, gritos, salidas de tono, desplantes, amenazas…».

La sencillez es lo que prevalece en todos los registros porque las historias que cuentan los veinte autores reclaman esa claridad. Es necesario llegar a todos; así pues, palabras precisas y musicales para ofrecer el ritmo necesario que requiere un lector medio para avanzar.

Al llegar a este punto sabemos ya que el tema es el mismo en todos los acontecimientos, pero la forma de tratarlo es diferente, y cualquiera de ellas me parece interesante y acertada. Comienza con un cuento de Ricardo Gómez, desarrollado en una tribu africana, en el que destaca el valor, la constancia y la inteligencia de la mujer, cuyo principal obstáculo es la poca confianza que la sociedad tiene en ella, por ser de sexo femenino. Leer el cielo se podría trasladar a cualquier época y lugar actual, «lo más difícil […] convencer al poblado de que podría ser Lectora del Cielo. La primera Lectora del Cielo» ¿Cuántas veces una mujer ha sido pionera en algo? Laimé consiguió ser la primera lectora del cielo, pero antes los hombres habían ocupado esa posición. Tendremos que llegar a la penúltima narración para dar El primer paso, cuento de Ana Campoy en el que, por primera vez, dos astronautas viajan a Marte, el capitán Logan, desde pequeño, había sido ayudado por su padre «Estrés, nervios, competidores. Para Logan fue muy difícil alcanzar la nota más alta. Justo la que se esperaba de él». Su compañera, Diane, a pesar de ser ése su objetivo, tuvo que aplacar los ánimos de incluso aquellos que la querían «su abuelo y sus consejos, como que buscara un hombre decente […] Sus notas impecables, las miradas en clase, su nombre en la lista de las que tenían más delantera, la sucesión de becas […] Las palabras de su madre: nunca salgas sin pintalabios […] El director de la tesis, su caballerosidad y sus extraños masajes. Incómodos. Intempestivos. Desagradables. […] Empezaría todo de cero. Logan ni siquiera lo imaginaba. […] Diane adelantó su pie y la humanidad dio el primer paso». Creo que no necesita comentarios, el humor esperanzador con que termina lo dice todo.

No quiero desvelar los cuentos, no es justo para los futuros lectores, pero en Como tú hay poemas que expresan los sentimientos, los mismos sentimientos y necesidades, que tienen los bebés, los niños ¿por qué los diferenciamos después? Deberíamos reflexionar sobre ello. Encontramos un homenaje de Rosa Huertas a la mujer Invisible que a lo largo de la Historia ha debido conformarse con ser ninguneada a pesar de su valía. El daño que pueden hacer las redes sociales en manos de mentes perversas o ignorantes queda perfectamente reflejado en el chat de Ledicia Costas Igual que tú, tiemblo.

En Kenia, de María Zaragoza, el marcado patrón machista que rige entre las adolescentes lleva a algunas de ellas, y no las más débiles necesariamente, a enfermedades incurables e incluso a la muerte. Todo es preferible antes que ser objeto de burlas o rechazos «Su siguiente novio controló todo lo que se ponía. Su madre le dijo que no le convenía coger kilos porque con la edad no podría quitárselos».

En tu jaula de cristal, Mónica Rodríguez recuerda a las chicas que han de sentirse válidas y libres, no sometidas al capricho de un chico que las trata con sadismo, ignorándolas porque sabe que ellas estarán siempre a su disposición «Los golpes llegan de muchas formas. También la salvación».

Asimismo La educación sentimental, de Maite Carranza, escrito en forma de guion cinematográfico, ahonda en las diferentes reacciones de la pareja adolescente ante los actos sexuales que llevan a cabo; todo se graba, todo es público, por lo que podemos ser testigos de las emociones que aparecen en el chico o la chica; mientras ellos tienen la seguridad de que el sexo violento les gusta a las chicas (o no están tan seguros pero les da lo mismo), ellas están convencidas de que es lo que hay que aguantar para no parecer una mojigata y perder el tesoro encontrado. Es lo que ven en internet y, si alguna amiga intenta abrirle los ojos a la utilizada, ésta piensa que quiere quitarle a su novio… ¿tan ciegas estamos a esas edades? «(Belicosa). Yo lo hago porque Álvaro es mi novio y es lo que tengo que hacer, para que no se vaya con cerdas como Vane…».

El concepto de igualdad queda expuesto mediante cualquier género literario; en Iguales, de Espido Freire, se representa una escena teatral en la que Él y Ella, ambos casi iguales físicamente, ambos amigos desde pequeños, se ven separados al llegar a la adolescencia, época en la que parece que no es posible la amistad entre sexos opuestos sino el noviazgo. Pero siempre hay una esperanza para empezar de nuevo. La respuesta la tiene Care Santos y consiste en invertir los papeles en el siglo XXI con las normas de principios del XX (o actuales según en qué comunidades), en las que el hombre no pudiera estudiar ni abrir una cuenta bancaria ni tomar decisiones sin la aprobación de su mujer porque «Ayer la nueva presidenta de las Naciones Femeninas dijo en televisión con voz de triunfo: “Es lo que los hombres se estaban mereciendo. Que les pusiéramos a fregar durante ochocientos años”».

Puede que no haga falta tanto, al menos es lo que piensa Ana Alcolea, que parte de una adivinanza en García y García para insistir en la importancia de ser tratados de la misma manera, porque todos podemos hacer lo mismo, de ahí que la autora elija a dos gemelos y, de la forma más tierna imaginable, recuerde a los padres y profesores que deben empeñarse, con todas sus fuerzas, en lograr que las nuevas generaciones lo consigan.

Santiago García-Clairac llega más lejos, los protagonistas no son dos gemelos sino que, a modo de Gregor Samsa, utiliza a Máximo Cuadrado para que una mañana se despierte, tras una Metamorfosis, convertido en mujer, algo tan insignificante como el insecto de Kafka. Así, Máximo, el triunfador de la clase, pasa a ser Luz, con su mismo talento aunque lo perciban de diferente manera, tanto en un partido de tenis por parejas: «—Luz ha hecho lo posible, pero tiene mucho que aprender –respondió Borja, exultante–. He tenido que esforzarme mucho por ganar», como en las relaciones personales con sus compañeros, «Máximo hubiera dado cualquier cosas por ser el de antes […] por primera vez en su vida vio a sus compañeras como víctimas». Pero esta transformación es sólo perteneciente a la literatura. En la realidad las cosas son mucho más difíciles de solucionar, como el caso de aquellas mujeres que han de llegar al matrimonio para ver la verdadera cara de ese chico dulce y amable «Se miró en el espejo y, a pesar de que eran evidentes las huellas, trató de convencerse de que todo había sido un mal sueño»; Como una cornada relata este caso, más usual de lo que hoy debiera ser y, aunque en este relato de Gómez Cerdá la justicia poética aparezca al final, la realidad es que las mujeres de los maltratadores están condenadas desde el principio hasta el final de sus días, porque aún hoy, desgraciadamente, si una mujer agrede o mata a su marido no se investigan las causas, al menos la sociedad machista no lo hace, sino que se permite poner motes ofensivos o hacer de esas mujeres un circo mediático, como el que Fernando Marías relata en El jardín de la falsa verdad. La prensa amarilla puede hacer mucho daño; es cierto que hay mujeres asesinas, maltratadoras, pero el porcentaje es tan pequeño que cuando una sale a la luz se regodean en ella, parece la excusa a los machistas para reafirmar su idea de “violencia doméstica” y sin embargo «También podíais rebuscar y rebuscar en el pasado de esos hombres para demonizarlos, pero nunca lo hacéis […] —¿Por qué a ti, que querías ser periodista, ha dejado de importarte la verdad?».

Está claro que estos veinte autores y veinte ilustradores quieren dar una vuelta a las relaciones entre hombres y mujeres, por eso alguno como David Lozano traen secuencias reales del Naufragio del Titánic para exponer que puede darse un amor verdadero hasta la muerte, y otros como Antonio Lozano reescriben la literatura para darle a la mujer, tan denostada y humillada por la historia, una segunda oportunidad; es lo que ocurre en La libertad de Penélope, que podríamos tratar de manifiesto feminista a favor de la libertad.

Y, por supuesto, la poesía se hace idónea para expresar los sentimientos de la mujer; en Se acabó, madre, se acabó, Antonio García Teijeiro consigue que una hija le diga a su madre

La bruma de tus temores
                de tus miedos
                            de tus ahogos
                                        se está disipando

Y en Origen, Raquel Lanseros nos recuerda que

Hay millones de hombres
millones de mujeres
[…]
iguales en la risa
iguales en el llanto
iguales en lo mucho que costó construirlos.

Hay que leer Como tú en los colegios, casas e institutos.

martes, 12 de marzo de 2019

EL HOMBRE DE LOS CÍRCULOS AZULES



Es una novela entretenida aunque se nota que es la primera de la serie. El caso es que leí La tercera virgen de Fred Vargas y me gustó tanto, sobre todo el tratamiento que hace de los personajes, que pensé sería bueno empezar por el principio de la saga; así que eso he hecho y, no es que me haya decepcionado, sino que se nota que es la primera. Porque Vargas ha ido mejorando, bastante, a la hora de narrar. En El hombre de los círculos azules encuentro a veces repeticiones innecesarias de términos, a veces, faltas ortográficas y otras, anacolutos

a causa de la jira campestre

Por ésa razón, por culpa de mis frustraciones

Cada vez, Reyer se había quedado mucho tiempo

Puede que sea por efecto de la traducción, pero lo dudo porque la editorial Siruela es sinónimo de garantía, aunque todo puede ser.

Sin embargo me ha encantado la ironía de los diálogos, debido a la elección de personajes tan descabellados como Mathilde o Charles, cuyas conversaciones son de una frescura y agilidad inigualables, saltan chispas entre ellos desde la primera vez que se encuentran

—¿Qué oye usted en las voces?
—¡Vamos, no puedo decírselo! ¿Qué me quedaría, Dios mío? Señora, hay que dejar algo al ciego

La atracción es inmediata aunque ninguno quiera reconocerlo abiertamente. Indudablemente creo que el punto más fuerte de nuestra autora es la construcción de los personajes, a los que vamos conociendo poco a poco y no sólo por las descripciones que lleva a cabo el narrador en tercera persona, que también, sino sobre todo por los movimientos que realizan, o por la falta de ellos, por las conversaciones en las que de forma indolente o apresurada van dando todo de cada uno de ellos; es lo que ocurre con Danglard, policía alcohólico, buena persona, buen profesional y buen padre. Está criando a cinco hijos, dos pares de gemelos que tuvo en su matrimonio y otro, el pequeño, fruto de una relación extramarital de su mujer, pero se lo deja para que estén todos los hermanos juntos. Danglard habla poco con los chicos pero cuando lo hace se muestra tal y como es y sus hijos lo ven como es, alcohólico y buen padre «Los cuatro gemelos querían que bebiera un gran vaso de agua “para diluir” decían los niños. […] —Daos cuenta –dijo Danglard–, el comisario se ha largado y ha estado fuera todo el día dejándonos la mierda a nosotros. Me ha molestado tanto que, a las tres, estaba completamente borracho».

Son relaciones duras y enternecedoras al mismo tiempo que, aunque sean fruto de la imaginación de la autora, hacen que creamos en el ser humano en general y en la policía en particular (esto es la novela ¿no?). Creo que las investigaciones de Danglard y sus pensamientos tienen tanto peso que podríamos hablar de personaje principal. Pero no, el personaje principal es Jean Baptiste Adamsberg, alguien tremendamente intuitivo, impredecible y, al contrario que Danglard, poco comprometido con sus seres queridos, de ahí que esté solo, y no le importe y, de ahí que sea capaz de conocer a alguien a la perfección sólo manteniendo una relación superficial, una mirada, una pequeña charla «yo no he dicho que se viera en su cara. He dicho que era algo monstruoso que supuraba desde el fondo de su ser. Es una supuración, Danglard, y yo, a veces, la veo rezumar».

Adamsberg es un ser excepcional, un personaje cuyo carisma se vislumbra, sólo se vislumbra, en El hombre de los círculos azules, y se va afianzando en las entregas siguientes, donde vamos conociendo también, al resto del equipo que, en esta primera entrega, queda desdibujado ante el protagonismo de estos dos cargos principales.

Llegados a este punto podemos pensar en cómo un alcohólico es capaz de razonar de manera tan objetiva y llevar adelante, con una lucidez espléndida, la investigación; cómo consigue cuidar y educar a unos niños si, precisamente cuando está con ellos, por las tardes, es cuando está borracho. También podemos pensar en cómo un comisario solitario, taciturno, es capaz de saber desde el primer círculo azul que aparece en la calle, rodeando una fruslería inanimada, que de ahí a que aparezca un muerto dentro hay un paso

—Pida al fotógrafo que se presente aquí mañana por la mañana y acompáñele. Quiero una descripción y clichés precisos del círculo de tiza azul que seguramente será trazado esta noche en París.

Por supuesto, como no hay pruebas, no hay por dónde “tirar de la manta”, no se puede investigar a fondo, así que Adamsberg, fiel a su instinto peculiar, casi mágico, se ve “obligado” a encontrarse con Mathilde quien, además de haber visto al hombrecillo pintor de círculos, se rodea de personas que le resultarán claves al comisario para dar con lo que busca y resolver el caso.

—Usted –decía Adamsberg–, como no ve, ve de otra manera. Lo que me gustaría es que me hablara […] que me describiera todas las impresiones que produjo en sus oídos, todas las sensaciones que despertó su presencia…

Pero claro, esto ya es labor de la imaginación de la autora que consigue una novela entretenida, cuyo argumento gira y se retuerce, a modo de círculos o espirales, para desembocar en algo insólito que, el propio Adamsberg, con su capacidad de percepción, nos va desentrañando para que consigamos, al mismo tiempo que él, y antes que el resto de personajes, saber quién es el asesino.

Buen ejercicio mental para el lector y, creo, que mala investigación por parte del jefe pues no pone al corriente a los subordinados de lo que supone sino que los envía a que realicen entrevistas o vigilen las calles o desentierren cadáveres sin decirles la finalidad de dichas acciones… pero claro, entonces habríamos descubierto al asesino en la primera conversación.

En este momento, a Danglard el pensador le pongo nervioso […] Y sin embargo desde que Clémence se marchó, se ha producido lo esencial. Pero no he podido decirle nada

¿Por qué no puede hablar Adamsberg con sus subordinados? Es cierto que su comportamiento es algo inquietante; al estar junto a él se tiene la seguridad de que se podrá confiar en él, de que es un hombre justo e inteligente, de esas personas cuya inteligencia no deviene de sus estudios sino que es innata, pero al mismo tiempo se sabe que su compañía no durará porque lleva escrito en la mirada “soledad”. Adamsberg es un solitario y como a todos los solitarios, le gusta serlo aunque sufra por ello a veces. Podemos reflexionar, tras leer El hombre de los círculos azules, sobre la soledad. En realidad todos los personajes que aparecen son solitarios, el asesino, las víctimas, el comisario Adamsberg, el inspector Danglard, la oceanógrafa Mathilde, el ciego Charles, la exnovia Camille… todos tienen una personalidad doble, por un lado son interesantes, atractivos a pesar de, o gracias a, la circunstancia que los ha llevado a ese individualismo: gente que se ha quedado sin familia, personas sin valía y envidiosas, otras demasiado centradas en el trabajo, otras cuyo trabajo les ha provocado una desgracia, personas con una infancia apartada de lo que entendemos por civilización y que han estado más unidas a la naturaleza que a otros seres humanos… circunstancias que consiguen resaltar al mismo tiempo su dureza o fracaso personal.

Otra reflexión que hace el lector es sobre la capacidad que tiene el hombre para dejar de serlo y convertirse en lo más repugnante del universo, peor aún que un animal «Un hombre difícil de atrapar, oculto, pútrido, cubierto de pelusa como las mariposas nocturnas, cuyo pensamiento a Adamsberg le resultaba execrable y le producía escalofríos», de hecho las animalizaciones, aunque cargadas, a veces, de humor o ironía, conducen a especular sobre esto; hasta dónde nos puede llevar un trauma, físico o mental, un complejo del que no nos hemos desecho sino que nos tortura constantemente. Es duro saber la respuesta y fácil, pues la encontramos en el día a día.

Pero, la musaraña, ¿Qué pasa con ella? ¿Por qué la buscan? Volvió del campo ayer por la noche, restablecida, exultante.

jueves, 7 de marzo de 2019

VIUDA, AL FIN



Realmente no sé cómo calificar esta novela. Indiscutiblemente es de humor. Porque nos reímos, aunque a veces no se sepa bien si la risa viene causada por la graciosa situación o porque ésta es penosa.

El comienzo está lleno de tópicos, una de las protagonistas «fumaba como un carretero», otra «se meneaba como si fuera veinte kilos más delgada y cincuenta años más joven», otro «sonrió seductoramente y se tragó una pastilla de viagra» y, por último, nuestra Viuda al fin encuentra a un desconocido y se dan «uno de esos besos sobre los que solo había leído en novelas malas, y que se prolongó un poco más de lo que habría sido apropiado». Todas estas particularidades tienen lugar en un local diseñado para que los ancianos se desmadren a base de sexo, drogas y rock and roll. Tópicos. Pero es el comienzo. Después, Minna Lindgren va narrando las circunstancias de cada uno de estos cuatro personajes y llegamos a entenderlos aunque la autora se exceda algo en el ambiente marchoso en el que se mueven. Poco a poco las aguas van a su cauce y el desmadre inicial, aunque Pike y Valtonen desearían permanecer en él hasta la eternidad, se va relajando.

La protagonista, Ullis ha vivido siempre en unas condiciones extremas, su trabajo como dentista no le aportó ninguna alegría; ni siquiera el día de su jubilación pudo desprenderse de la frialdad reinante «alrededor de un pastel de nata barato, la otra mitad (de colegas) brillaba por su ausencia. Un empleado temporal a tiempo parcial que sustituía a la directora me entregó […] una tarjeta de regalo de treinta euros para tratamientos de belleza».

Su marido, un completo canalla, alcohólico, sólo se preocupa de sí mismo «Empezó a parecer un desconocido cuando estaba sobrio […] no decía una palabra, no me dirigía la mirada y vaciaba la primera cerveza en la cocina, con el abrigo puesto delante de la nevera. Abría la segunda botella y colgaba el abrigo en el perchero».

También su familia política la hace sentir mal nada más conocerla «Joder, no sabía qué hacer con todos los tenedores y cuchillos, y mi suegra me humilló con la mirada».

Y sus propios hijos pasan de no ser conscientes de la situación que su madre soportaba en casa a no valorarla cuando muere su padre, incluso se muestran egoístas «Mi hijo […] había escrito la voluntad vital, con sus propias palabras […] Deseaban que yo “determinara” que, durante mis cuidados, no se utilizaran tratamientos para prolongar la vida de forma artificial».

Así pues, Ullis, la protagonista, se percata de que ahora que está sola y ha cumplido 74 años, su hija Susana la necesita únicamente para que se quede con su perro cuando ella no está, y su hijo Marko, para que haga de canguro de sus hijos pequeños cada vez que él tenga alguna actividad a la que no se pueda negar que, normalmente, es siempre puesto que los niños, de 4 años, crecen entre guarderías y diversas actividades para no entorpecer el día a día de sus padres «—Musgo y Gota se quedan aquí —dijo sin preguntarme. […] —Vaya, el hotel está lleno la primera noche —¡Hotel! ¡Genial! —gritó Musgo o Gota —¡Servicio de habitaciones! ¡Quiero una botella de priva! —chilló el otro…».

Al mismo tiempo, Ullis retoma a sus amigos, olvidados durante los doce años que debió dedicarse por entero a cuidar del vegetal en que se había convertido su marido desde que le sobrevino un infarto cerebral. Y se encuentra con que todos tienen alguna obsesión predominante «Hellu se sometía trimestralmente a todas las pruebas, radioscopias y chequeos existentes» Pike está ofuscada con el sexo «—Nos espera una tarde épica, cien por cien seguro. ¡Voy a poner en circulación las ladillas de Valtonen, me cago en las hostia!». Y al propio Valtonen le cuesta dejar la bebida incluso en el hospital, cuando ha sido internado por un amago de infarto «Pike […] le administró un segundo trago de whisky. A este se le enrojecieron las mejillas de puro buen humor, y parecía que empezaba a ser él mismo otra vez».

Así pues, a los 74 años, prácticamente fuera de circulación toda su vida, Ullis se encuentra con que lo que ella pensaba no es lo que le espera. Quería una segunda oportunidad del término polisémico de “vida”, y comprende que no la va a tener «¡Qué infantil había sido al imaginarme que nuestra vida seguía llena de vida!». En el fondo, Viuda al fin, muestra la peor cara de la vejez; el esprint final al que todos estamos obligados antes de morir, o perder la memoria, o sufrir enfermedades crónicas o ser, en definitiva, dependientes. Nada hay peor que eso, convertirnos en seres supeditados a otras personas, ya sean familiares o profesionales porque, según la novela, no hay nada voluntario, todos los cuidados conllevan un interés. Es triste, de ahí que la crítica sea ácida, contundente, al comentar la vida en una residencia de ancianos, donde se les inhabilita como personas para ser tratados como simples despojos. Pero es incluso la sociedad la que ofrece pocas posibilidades a aquellas personas, viejas, que aún se encuentran física y mentalmente bien, pues sus acciones se ven considerablemente reducidas, no pueden realizar las actividades que quieren sino las permitidas, las que están consideradas adecuadas a partir de la jubilación: cocina, religión, costura, lectura o cuidadora infantil. Es irónico. Creo que es la mejor parte del libro; la que ataca a esta sociedad que se preocupa primero en alargar la vida para luego poner trabas a cómo vivirla; eso sí los obstáculos no vienen impuestos de forma natural. Todo es duro para los ancianos, asistir al entierro de un amigo o ser el propio muerto; realizar actividades agotadoras para encontrarse mejor o agotarse de puro aburrimiento, porque no puedes o no debes hacer lo que te gusta. ¿Es esto la vejez? «Oficialmente, echábamos de menos a Hellu, pero cada uno pensaba también en sí mismo: este podría haber sido el entierro de cualquiera de nosotros».

Pero además de esta reflexión sobre la vejez, en la que no falta el sentido del humor, hay críticas, también de forma irónica al ritmo en el que vive la sociedad. Lindgren comenta el funcionamiento de las residencias de ancianos (centros de día, eufemísticamente, ya que el actual eufemismo “residencia”, que en su día sustituyó al “asilo”, parece cada vez más una palabra tabú), y lo hace de forma hiperbólica, tópica, como casi todas las actividades o circunstancias que aparecen en la novela con el fin de hacer reír, de tomarnos la vida con humor; pero debajo de la risa permanece latente la falta de escrúpulos de los hijos hacia sus padres, la mala educación que hoy reciben los niños porque estamos obligados a llenar nuestro tiempo al máximo para triunfar laboral, física, económicamente… Si no tienes varias actividades, si los niños no realizan múltiples tareas llegará un momento en que quedarán anulados por la propia sociedad; de esta forma el niño deja de serlo muy pronto y el adulto no quiere serlo nunca, así que se pasa el resto de su vida intentando parecer más fresco, más joven, más lozano, más egoísta. Pero no nos engañemos, si llega, la vejez es triste, «sorprendentemente echaba de menos sus llamadas cargadas de fingida empatía»; por eso la autora cierra la novela de forma redonda e ideal al hacer que la casualidad devuelva a Ullis a los brazos de Kari Kirjosiipi, en los que cayó la primera vez que acudió al Evergreen, donde penosamente «Un montón de gente borracha se mecía y tropezaba como un gran enjambre de abejas, aunque de forma más torpe e impredecible».

Ullis y Kari deciden, sin compromisos, disfrutar mientras puedan, del sexo, de aventuras, de conversaciones… No me gusta la vejez, no creo en el sexo durante esa etapa ni en las aventuras, al menos con gente antes desconocida; no creo en los flechazos a partir de los 60 años. Pero sería bueno que me equivocara.