sábado, 31 de marzo de 2018

LOS BUDDENBROOK



Desde la primera línea atrapa la forma de escribir. La vida cotidiana de una familia se introduce con toda facilidad en nosotros. Hace tiempo leí La montaña mágica, recuerdo que fue en verano porque estaba tumbada en el sofá todo el día y no podía dejar el libro, a pesar de que en algunos casos, muchos diría yo, no entendía de qué hablaban los personajes. Después leí Muerte en Venecia, novela muchísimo más corta que la anterior, sin apenas acción, sólo reflexiones y diálogos de Aschenbach, el protagonista, un escritor que debe viajar a Venecia para darse cuenta de su propia personalidad, de su propia sexualidad  al que no le importa morir de cólera con tal de no salir del hotel y dejar de ver la belleza que ha encontrado en el adolescente Tadzio.

En La montaña mágica, también el protagonista, Castorp, viaja hasta un sanatorio para ver a un amigo y le resulta tan enriquecedor el contacto con la naturaleza, las conversaciones filosóficas con algunos pacientes, que decide permanecer allí incluso cuando su amigo se ha marchado, pues se ha curado, hasta que se desata la guerra y ya no puede abandonar el balneario para tuberculosos; no obstante él también ha contraído la enfermedad allí.

En ambas novelas, como en la que acabo de leer, Los Buddenbrook, aparecen ciertos temas que parecen estar fijados en el autor, el paso del tiempo, (la novela está narrada de forma cronológica lineal, aunque las referencias a los fundadores de la saga son constantes); la enfermedad, la locura —derivada de otras obsesiones—, la política, la estética y puede que la homosexualidad.

Parece que Thomas Mann escribió sobre sus propios pensamientos y reflexiones, fruto de sus lecturas, no cabe duda, de Nietzsche y Shopenhauer, reflexiones que adaptó perfectamente a sus novelas una vez las vivió así mismo en su familia; es conocido que hubo de visitar a su esposa a un sanatorio y que el director de éste le ofreció quedarse allí una temporada, pero, al contrario que el protagonista de La montaña mágica, no se quedó. Es sabida la mala relación que mantuvo con su hermano Heinrich, expuesta entre Tom y Christian Buddenbrook.

La obsesión por la enfermedad y el enfrentarse a ella con decisión está presente en las tres novelas, cólera, tuberculosis, cáncer, tifus. La muerte ocupa un lugar fundamental en todas sus variantes, pero no deja de llamar la atención que, por regla general, son muertes violentas con estertores casi insufribles

A las cinco de la madrugada la agonía no podía ser más terrible. La consulesa, casi erguida a causa de las convulsiones y con los ojos muy abiertos, daba manotazos en el aire como si intentara agarrarse a algo.

Incluso el suicidio forma parte de las novelas, tanto llevado a cabo por algunos de sus protagonistas (en La montaña mágica, en Los Buddenbrook) como dejándose llevar sin poner remedio, con la seguridad de que uno va a morir (en Muerte en Venecia). La concepción de la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, es algo necesario para reforzar la personalidad, un paso para entender la vida. En Los Buddenbrook es lo que les ocurre a Tom y más tarde a su hijo Hanno.

Otra constante, ésta curiosa, es la alimentación; las opíparas comidas del restaurante veneciano se equiparan a las servidas en el sanatorio de La montaña mágica y en la mansión de Los Buddenbrook.

Tratándose de los Buddenbrook era de esperar que la comida fuese tan rica como copiosa. […] —El viejo Buddenbrook concediendo un descanso a sus maxilares, jugueteaba con una petaquita de oro— […] Todos estaban sentados en pesadas sillas de respaldos altos, con pesados cubiertos de plata comían pesadas y sabrosas viandas, las acompañaban de pesados y buenos vinos, y exponían sus opiniones

El humor relajado de las metáforas contrasta con la reiteración del término que le interesa para definir a los acomodados. También la fascinación por el mismo sexo está presente en las tres novelas, la homosexualidad es patente en Muerte en Venecia y en La montaña mágica, mientras que se intuye en los Buddenbrook, y es curioso que ese rasgo sea uno de los síntomas de la decadencia del personaje. Ninguno puede desarrollarla de manera natural, lógicamente la época hacía de este tema algo tabú, impensable, rechazado incluso por los propios implicados.

Después recordaron aquel último episodio […] la visita de ese joven conde de aspecto desastrado que se había abierto paso hacia la habitación del enfermo casi con violencia. Hanno había sonreído al oír su voz, y eso que, para entonces, ya no reconocía a nadie, y Kai no dejaba de besarle las manos.

Por todos es conocido el amor hacia la música y, de todos es sabida la bisexualidad de Thomas Mann, la atracción que sintió de joven por un compañero de colegio; en los estudios que existen sobre Muerte en Venecia se muestra al protagonista como un reflejo del propio Mann. Sin querer ser categórica, capto en la relación entre Kai y Hanno, la unión que representa al autor, pues si bien Hanno es un mal estudiante y amante de la música, único medio en el que se siente a gusto y pleno, único medio por el que es capaz de transmitir sus sentimientos, Kai es el vivaracho que aunque tampoco se encuentra bien en la sociedad, (es un aristócrata venido a menos, tanto, que vive en la miseria, rechazado como si de un bicho raro se tratase, por sus compañeros), puede transmitir lo que quiere mediante la literatura. Ambos son uno solo, ambos reflejan la esperanza de la sociedad, marcada por la desfachatez, la corrupción, el abuso; y forman la sensibilidad, la limpieza de miras que aportan las artes y los clásicos; pero no pueden seguir juntos en un mundo que desprecia las Humanidades, en esa sociedad que sólo admite un orden establecido, de ahí que cuando ambos amigos llegan a formar una sola mente constituye el síntoma final, un final en el que el lector vislumbra la dura crítica social que encierra.

Crítica que ha recorrido todas las páginas, todos los estamentos sociales, la dureza de la educación «—Señor Buddenbrook, estoy tentado de hacerle cerrar el cuaderno pero me temo que con eso le haría un favor demasiado grande. Continúe». La crueldad de los profesores «En el fondo es usted un humorista, Buddenbrook, su nariz le delata. Cuando me pregunto si acaba de tener un ataque de tos o de recitar unos versos sublimes casi me inclino por lo primero».

La incompetencia de la medicina «—Sí […] neumonía […] —¿Entonces sí que hay motivos para preocuparse seriamente? […] En fin, hemos de preocuparnos de contener la enfermedad, aliviar la tos y combatir la fiebre… Bueno la quinina hará su efecto. Por esos síntomas aislados no hay que alarmarse…».

Y sobre todo, la crítica a una clase social dispuesta a ocultar cualquier desmán para que nadie se entere «—¡No lo hizo para llenarse sus propios bolsillos, sino por el bien de su empresa! […] al casarse con Erika entró a formar parte de nuestra familia […] No podemos permitir que metan en la cárcel a uno de los nuestros, por el amor del Cielo!».

Indudablemente hay más similitudes entre las tres novelas y la propia vida del autor, pero acabo de leer Los Buddenbrook y es ésta la que quiero comentar. No podemos negar que es una obra decimonónica del Realismo puro, del estilo de las de Balzac o Tolstói. El humor no abandona del todo las páginas aunque sea para ridiculizar o ironizar «La anciana consulesa había encontrado un nuevo calificativo amoroso para su esposo: “mi corderito manso”, le decía, y estaba tan contenta que se le movía la cofia».

Alusiones a otros escritores contemporáneos, que aportan mayor sensación de realismo «…donde el difunto Goethe había escrito una parte de su Fausto», y de paso apuntan a su propia obra.

El poder que algunos ostentan, reflejado en la naturaleza; son los dueños de todo, dioses omnipotentes —aunque sea por tiempo limitado— «Sí, ya, pero si esa naturaleza dejada a su libre albedrío me pertenece, tendré todo el derecho del mundo a darle la forma que a mí me guste».

La vida de esta saga de comerciantes, desde su máximo esplendor hasta la completa decadencia queda retratada de forma amable, con un lenguaje culto pero atractivo puesto que los coloquialismos pueblan las páginas, a veces, incluso aparecen vulgarismos para retratar a diferentes personajes (obreros) o para burlarse de ellos y sus pretensiones, como el señor Permaneder. No obstante, todos quedan representados con un punto de cariño, incluso aquellos que se acercan a la familia para sacar algo, bien económico, bien social, muestran su arrepentimiento o su buena fe; es el caso de los dos maridos de Tony Buddenbrook, Grünlich, padre de Erika, única hija de Tony, quien no duda en conceder el divorcio y devolver lo que queda de su dote cuando sale a la luz su ruina, y Permaneder, que tampoco pone pegas a dejar que Tony vuelva a su casa cuando se da cuenta de que las aspiraciones de ella eran mucho más altas que las suyas, limitadas a vivir de las rentas de sus negocios y la dote de su mujer «Escribió que lamentaba sinceramente lo sucedido pero que respetaba el deseo de Antoine pues era consciente de las desavenencias […] no habría de verla nunca más ni tampoco a Erika […] En una postdata se ofrecía expresamente a restituir la dote de inmediato». Así pues Tony es la única que queda en la casa que Johan Buddenbrook fundó en 1768 y llegó a ser el símbolo de prosperidad de la ciudad. Su hijo Johan Buddenbrook mantiene la casa en lo más alto, llegando a cónsul de la ciudad al casarse con Elisabeth «de soltera, Kröger». Los negocios de cereal pasan después a manos del primogénito, Thomas Buddenbrook único que muestra capacidad, decisión y arrojo al aceptar lo impuesto por su padre; así pues, deja los estudios para dedicarse al imperio, debido a que su hermano Christian, es un vago que, abusando del alcohol constantemente cae en la depresión y más tarde llega a ser un pelele encerrado en un manicomio del que no quiere salir, por no enfrentarse a la realidad. Las otras dos hermanas, mujeres, no tienen, según la sociedad, capacidad para los negocios, aunque probablemente Tony hubiera llevado las riendas con decisión, como dirigió su vida, reclamando orgullosamente su posición social hasta cuando ya no había nada que hacer.

—¿Un escándalo, Thomas? ¿Te permites ordenarme que no dé un escándalo cuando se me cubre de vergüenza, cuando se me escupe a la cara directamente? […] no pienso regresar jamás […] ¡O muy bajo tendría que caer y perder todo el respeto por mí misma…

Clara, por el contrario, de carácter enfermizo, se casó con un pastor religioso que se quedó su dote al morir ella, a los 26 años, por expreso deseo de su mujer.

El caso es que Thomas llega a lo más alto, incluso en política consigue ser senador, pero cuando decide construir una casa nueva y abandonar la de la familia, empieza su decadencia. Thomas gasta una fortuna en una mansión moderna, vida para la que no está preparado y que de alguna manera será su perdición, pues los nervios ante situaciones inabarcables lo hacen fumar constantemente, provocándole un cáncer del que muere sin quejarse en ningún momento. La enfermedad lo va minando durante años y tiene que luchar con ella, y con los disgustos de la casa familiar —todo son deudas— y de la suya propia —su hijo Hanno es un niño débil y su mujer deja de quererlo aunque sigue a su lado— Así pues, a los 50 años muere, dejando como único heredero a Hanno, quien en ningún momento se ve dedicado a otra cosa que no sea la música, y a soportar los dolores que, desde que nació, lo persiguieron de forma horrible hasta los 16 años.

…a los quince meses de edad, que tenía cumplidos, seguía sin dar un paso solo, y fue entonces, cuando las Buddenbrook de la Breite Strasse declararon […] que aquel niño iba a ser mudo y paralítico.

Este es el argumento, sin embargo no desvelo nada puesto que la sorpresa es constante. El narrador omnisciente deja paso al estilo indirecto libre sin avisar; los capítulos quedan todos en suspense, de manera que tengamos la necesidad de seguir leyendo. Los personajes quedan perfectamente retratados por acciones, por gestos adaptadores que se repiten o frases que forman parte de la familia y se convierten en sello de identidad. El estilo es, por supuesto, desenvuelto, ágil, a pesar de que apenas hay acción. El principio es in medias res, mediante un diálogo entre la consulesa, su suegra y su hija, mientras que el final es totalmente diferente. El narrador sale de la novela por un momento y se convierte en un disertador médico, con lo que se separa de la tragedia para empatizar con el personaje y mostrar incluso la compasión que siente hacia él; formalmente pretende un desapego total aunque el cariño manifiesto es evidente. Inmediatamente después, el narrador retoma su rol omnisciente para relatar el final de la dinastía, un final coherente con el que la rancia burguesía va dejando de tener sentido. En realidad el nudo de la novela es la decadencia ocasionada por los hermanos de la tercera generación; los personajes de la segunda y los fundadores están descritos apenas por sus actos, aunque sabemos de toda su dureza, fuerza y decisión por los comentarios de los hijos. Así pues, el declive, tanto de la casa como de la dinastía es responsabilidad de estos últimos descendientes, si bien es cierto que el destino jugó en su contra, pues al igual que el mundo burgués tras la Primera Guerra Mundial, dicho derrumbamiento era casi inevitable.

La prosa tranquila, en general sin estridencias es un reflejo de la decadencia que una sociedad determinada hubo de sufrir sin aspavientos.

Encontramos a lo largo de las páginas un análisis sociológico sobre la ética del capitalismo, puesta en entredicho en diversas ocasiones

Resultaba estremecedor ver cómo el hecho de haber caído […] había hundido moralmente por completo a aquel hombre, quien, por otra parte, muy probablemente no había hecho nada distinto de lo que la mayoría de colegas suyos hacían a diario y sin pensárselo dos veces y quien, de no haber sido descubierto, habría seguido su camino tan contento y con la cabeza tan alta.

La visión del mundo aparece en las relaciones que mantienen los miembros de la familia, de ahí que la nostalgia esté por encima de cualquier otro sentimiento. Las relaciones son tan estrechas que podemos hablar de un personaje múltiple, o metafórico (la casa) que, con el paso del tiempo se va olvidando de las tradiciones para aferrarse a lo nuevo sin tener en cuenta los cambios necesarios. Así, al igual que en la casa se va desmoronando lo que no se habita, entre sus residentes desaparecen los que no se han ajustado a la nueva realidad.

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