miércoles, 21 de junio de 2017

MI VERDADERA HISTORIA


Última novela de Juan José Millás, y, aunque es cierto que apenas llega a las cien páginas, no se puede considerar relato, o cuento, en todo caso novela corta.

Mi verdadera historia contiene las recurrencias típicas, existencialistas, de las novelas de Millás: el hecho en sí, el tema fundamental, que ahora comentaremos, es en realidad la huida de la verdadera obsesión del narrador protagonista: su padre, aquél que enmarca el principio y el final de todo lo que sucede. «Yo escribo porque mi padre leía». Mediante estos términos recíprocos el protagonista está dispuesto a corresponder a su padre de la misma forma en que él se ha comportado. En cuanto ha declarado su actuación, y mediante la función fática, establece un contacto con el lector para que se involucre en el cuadro que va a describir: «Miradme», y que connota su universo: lóbrego «los muebles oscuros», conminatorio «no grites», opresor «no corras por el pasillo», imperativo «baja la televisión». Este universo en el que se mueve ha conseguido hacer de él, asimismo, alguien confuso, inseguro «oscuro yo también detrás de la butaca», inexistente; ni siquiera tiene nombre, a lo largo del texto es llamado como «pobre crío», «el idiota», «el niño de los cojones».

La causa, tanto de este ambiente como de su personalidad aparece asimismo en las epíforas de cada una de las oraciones antes expuestas, «papá lee».

Así pues, el principio de la novela despierta ya en el lector una desazón que no lo abandonará hasta el final. La función apelativa introduce un primer desdoblamiento. El protagonista exhorta al lector a que se convierta en él, a que sienta un dolor parecido a la ansiedad mística del «muero porque no muero», «sentid en vuestro corazón cómo se detiene el mío [...] y huid de la escena del crimen sofocándoos porque no respiráis y asfixiándoos porque respiráis demasiado».

El ambiente inquietante y repetitivo, expuesto desde el primer momento, revela otras recurrencias u obsesiones del autor: El espacio de actuación es reducido, no tanto como el de Desde la sombra, pero este universo se queda en la familia, una familia que se divide empequeñeciendo aún más el ambiente del protagonista puesto que él no se relacionará con ambas partes a la vez.

El microcosmos que rodea al protagonista es el que verdaderamente le influye a la hora de tomar decisiones, actuar o pensar; de hecho, ninguno de los dos lugares en los que se desarrolla su historia le pertenece plenamente, en ninguno de los dos se siente identificado. Está solo desde el principio —esa soledad tan millasiana— y de alguna forma lo asume, puesto que, al darse cuenta de que es aceptado por alguien ante quien no ha podido desdoblarse, la abandona. El desdoblamiento en el que vive se convierte entonces en una ironía del destino que lo atrapa emplazándolo al nihilismo absoluto.

No obstante, el lector se identifica con el protagonista en algunas circunstancias, cuando no en todas. No sólo el protagonista, también los otros personajes son víctimas de una angustia existencial de la que intentan salir identificándose, al menos en algunos momentos, con la soledad, y en otros con la dualidad; el sentimiento de culpa escondido que martillea la mente en un devenir constante consigue personajes atormentados, hiperbólicos en el sufrimiento, en el remordimiento insistente y, sin embargo, hay situaciones específicas que nos conectan a la lectura: el desamparo, el sentimiento infantil de no sentirse querido o aceptado, la irracionalidad de determinadas acciones, «mi madre lleva un rato observándome. Ella asustada, desvía la vista», la compasión mal entendida, lo pernicioso, la morbosidad, el no querer admitir la realidad para eludir responsabilidades y malos momentos «le da miedo iniciar una conversación seria, una conversación que pudiera conducirnos a hablar del accidente», el comprometerse con alguien a quien no se quiere porque sólo se aprecia a uno mismo, la necesidad de alimentar un ego desmesurado hasta resultar ridículo «La tele hizo de él un hombre necesitado de audiencia: solo habla para gustar», el miedo al paso del tiempo y la negación a sus estragos (las anáforas temporales acortan ese tiempo que, aunque queramos, no se detiene «Ya oía el ruido de las sirenas [...] Ya me encontraba [...] Ya lograba [...] Ya cerraba la puerta [...] Ya alcanzaba...»), el egoísmo «Cada uno en su sitio, cada uno en su mundo, con un secreto horrible circulando entre los tres»... son actitudes que se dan en la realidad; la clave es que Millás las aglutina todas en los tres personajes.

Irene no es sino la consecuencia fatídica de todas ellas «En cierto modo, la estoy matando para acabar con el último testigo de un crimen». Como una Ofelia del siglo XXI debe soportar la llaga que el protagonista le provoca; ella es la que constantemente le recuerda que la vida y la imaginación se confunden, por eso, nuestro Hamlet particular decide abandonarla «pienso que si me casara con Irene, si tuviéramos hijos, heredarían el estigma del que soy portador».

En Mi verdadera historia se desdibuja, como en el resto de novelas del autor, la línea que separa realidad y ficción, que no es otra cosa que continuar la vida impostada que nos hemos fabricado o romper con todo y empezar de nuevo, pero esto en la existencia diaria cuesta trabajo, puede que el protagonista lo sepa e intente un final realista, más previsible, que lo diferenciaría del resto de novelas de Millás; sin embargo, este final probable se traduce en siniestro al sustituir los antónimos recíprocos con los que empezó la novela por otros complementarios «En todo caso se enterará cuando lea este relato al que estoy a punto de echar la llave, todavía no sé si desde fuera o desde dentro. Si me quedo dentro seré un hijo de ficción el resto de mis días.»

El protagonista ha completado, y perfeccionado, la labor que su padre hizo con él.

Hay algo sin embargo, que caracteriza a Millás y que no he encontrado: el humor; es una novela demoledora. Puede que sea una novela corta pero el sello de identidad de Juan José Millás está presente en las heterogéneas dobleces de la existencia, que quedan expuestas en las escasas cien páginas; con tenacidad exhaustiva la novela evoca que la vida es una sucesión de hechos, repetidos en su mayoría, que se diferencian muy poco de los sueños, lo único que puede cambiar es el punto de vista con que los observamos «»siempre estoy empezándola, como si se repitiera [...] Pero cada versión es diferente [...] mi forma de mirarlos —los sucesos— se modifica con el paso del tiempo».


Muy bueno Millás, con más o menos humor, pero siempre profundo, tocando en la llaga.

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